"El dinero que he ganado no cabe en una habitación como esta", cuenta Luis Marrero, en el taller de veleros en miniatura que ha podido componer en el taller de su casa. El que ha perdido anda a la par, en una vida digna de un guión de Hollywood. Marrero (apellido de constructores tinerfeños que emigraron a Gran Canaria) fue pionero en el Puerto, armador de barcos, aventurero y avispado negociante. Lo suyo con el mar le vino de familia: sus antepasados dejaron huella en la Isla, de una u otra manera. Siempre con indomable vocación emprendedora.

El bisabuelo materno de Luis, Alejandro Marrero, fue maestro mayor de Rivera en los varaderos de San Telmo, donde se componían los barcos de dos y tres palos más veloces de la línea de América. Tuvo dos hijos: Alejandro, que emigró a Uruguay, para montar un astillero, y Rafael, que continuó con la actividad familiar, de forma independiente. "A él es a quien se le debe el primer asentamiento en Las Canteras", recuerda hoy su nieto.

El abuelo reclamó la concesión de la Bahía del Arrecife, lo que viene a ser la playa. Después de trabajar en San Telmo, se llevó de allí a un oficial de primera, dos peones y dos aprendices, para comenzar a construir, en un área sin apenas vida urbana, barquillos de vela ocho o diez metros de eslora. Antes tuvo que hacer, literalmente, el camino de acceso a Las Canteras, desde donde hoy está la calle Lugo, porque en la época "sólo se podía llegar a caballo". La primitiva vía se terminó con dos carreteros.

Concesión

Rafael también pidió otra concesión para poder extraer piedra de la barra, para explotar en su dominio una fábrica de pilas para destilar agua. La roca fue extraída por familias de Gáldar y Agaete, que pagaron así los barcos que pedían en el varadero. Las pilas fueron primero a Uruguay, al astillero del hermano, y después, la mayoría, a Cuba. Entre tanto, el emprendedor Marrero construyó una casa de dos pisos en Alfredo L. Jones.

Después de que el abuelo se aburriera del negocio, para buscar otra oportunidad en las Salinas de Fuerteventura, justo antes de fallecer, el espíritu de armadores parecía haberse apagado en la familia. Sin embargo, un joven Luis Marrero retomó la tradición familiar al terminar su tercer año en la Escuela de Comercio. "Mi padre me metió en el sindicato portuario", apunta. Allí, en el muelle, comenzó a llevar el control del trigo y el millo que entraba por mar desde Argentina, en la época del gobierno de Perón.

Luis tenía ese gusanillo, que también alimentaba la intensa actividad de cambuyoneros que encontraba al asomarse a la ventana de su casa, en la calle Padre Cueto. En su años mozos se reveló desinquieto. Fue boxeador de peso pluma, y se atrevió a realizar excursiones hasta un agitado Tánger, para regresar a Gran Canaria "con un viaje de relojes", o camisas de seda que colaba de estraperlo, y que eran adquiridas luego por lo más notorio de la sociedad local. En Marruecos tenía que andar con un revólver Beretta nueve largo colgado bajo el brazo, porque aquél no era un sitio seguro.

Luis salió airoso del trasiego, e incluso amasó un dinerillo con el que pudo construir su primer barco, el Virgen de la Peña, que le fabricó un carpintero que había trabajado con su familia, Maestro Carlos. Marrero colocó el navío en la lista de cabotaje, y comenzó a realizar transportes a motor entre islas. "Don Antonio de Armas me cedió un envío de 800 cajas de Coca Cola al día, desde Tenerife a Gran Canaria", rememora. Aunque aprovechó igualmente para empezar a mover tabaco de contrabando. "Los descargaba antes de entrar al Puerto", cuenta, "allí me esperaba mi amigo Perico, que tenía una barquilla que se llamaba La Batata. Dejaba todo, y al muelle siempre entraba limpio".

No tuvo siempre tanta fortuna. Después de una situación en alta mar que a punto estuvo de dar al traste con su negocio, con la vigilancia costera de por medio, Luis optó por emigrar temporalmente. "Me tuve que desaparecer", explica de forma gráfica. Escogió Brasil como exilio, "hasta que se la cosa se calmase por aquí". En concreto, Sao Paulo, ciudad en la que pudo aprender la técnica de la formica, y ampliar sus horizontes como carpintero y armador.

En 1969 el ambiente se había vuelto lo suficientemente tranquilo en la isla natal de Marrero. Regresó aquel año, para justo montar un taller de muebles, en el que cumplió con algunos de los primeros encargos que demandaban los complejos de apartamentos que comenzaban a aparecer en el Sur. "Hice las cocinas de Los Arpones y Las Brisas", subraya el responsable de aquellos trabajos.

A la carpintería entró el Maestro Domingo, que había perdido su hueco en Rivera, en un momento en el que las cosas no pintaban bien en el Puerto. Los tiempos, sin embargo, pronto iban a cambiar. Luis tardó poco en botar la primera falúa de su negocio, La Carlota, "con la que salíamos a pescar". Al poco, "un amigo, Molina, me encargó un lanchón de acero para colocar el compresor que necesitaba para pintar los barcos". La terminó en un solar de Covadonga, en la mitad del plazo del que disponía, gracias a un ágil procedimiento de trabajo. "El carpintero [Molina] dibujaba la plantilla y lo demás era cortar cuadernas". El primer trato reportó al taller 70.000 pesetas.

Llega la flota pesquera

En aquella época llegó la flota pesquera. Coreanos, japoneses.... y los rusos, "que pagaban una millonada por las falúas para avituallarse en el muelle". Marrero apenas tardó en recibir un encargo de tres de estas embarcaciones, que bautizó como Sovispan I, II y III. La empresa tenía sus incentivos: Marrero aceptó pagar una penalización de 150.000 pesetas por cada día de retraso en la entrega, pero convino la misma bonificación por cada jornada de adelanto. Tenía 30 días de plazo por falúa, y terminó en 20. "Gané mi dinero", admite, con una chispa de pícaro en los ojos.

Luego, su taller sacaría a flote el Puente Deume, "con motores y todo". Un navío que había encargado el representante de la casa Vespa en la Isla, para dedicarlo a explotar excursiones turísticas en el Sur. Luis mantuvo su empresa en Covadonga hasta el año 1972, y se mudó a un Puerto en expansión, no sin levantar algunas ampollas. "Los dueños de otros talleres eran amigos míos, venían a mis botaduras", relata, pero también empezaba a escucharse un incómodo runrún. "Mira éste, toda la vida dedicándose al contrabando y aparece ahora construyendo barcos", decían, según el aludido.

Poco tiempo después el taller de Marrero fue cerrado por la administración, una vez culminada la ordenación del Puerto de La Luz y de Las Palmas. El constructor está convencido de que los callos que pisó le pasaron factura. No le faltan papeles en su archivo con los que argumentar lo que recuerda como un atropello, aunque esa es otra larga historia. El caso es que tuvo que pasar página, y buscar otros negocios, como el de un restaurante en el Inglés, que mantuvo abierto en la década de los ochenta. A pesar de sus vaivenes, "algo me quedó de dinero", admite.

Lo que no perdió Luis es su afición por construir miniaturas de botes de vela latina o barquillos. En su estudio lucen reproducciones del Porteño, el Minerva, el Santa Catalina, el Guerra del Río o el Tomás Morales. Muchos otros los ha regalado, que es lo que piensa hacer con el Tirma, que hoy termina para el hijo de un buen amigo.