En la década de los 40, las peleas de gallos eran uno de los espectáculos con más tirón entre la población masculina de Las Palmas de Gran Canaria. En los combates en la Casa San José, uno de los centros con más historia de la capital, junto con Casa Triana - situados en ambos barrios de la ciudad- , se mezclaban todas las clases sociales. Entre plumas, millo, navajas y apuestas se encontraba Alejo Yánez Ramírez, en 1947, cuando se le ofreció entrar en el Ayuntamiento como agente municipal, gracias a la amistad que le unía con el exalcalde de Arrecife, Sebastián Velázquez, un gran aficionado que le coló en el cuerpo. Alejo Yánez (Teror, 1917) vio la oferta como una oportunidad para mejor de vida y así lo hizo. No dejó, sin embargo, su puesto de entrenador de gallos y durante años siguió combinando ambas profesiones sin problemas, porque el horario municipal era muy bueno. Era fácil conseguir los permisos si tenía que acudir a una pelea fuera de la Isla, ya que el alcalde Francisco Hernández González (1944-1952) era otro apasionado de las aves. Así recordaba esta semana el nonagenario Alejo Yánez su entrada en el cuerpo. Hoy es el policía más longevo de la Isla y ayer fue homenajeado en la plaza de Santa Ana por sus compañeros, que lo arroparon y cuidaron, junto a otra veterana muy querida: la cantante Mary Sánchez.

Alejo Yánez, de 96 años, sufrió ayer un desfallecimiento por la emoción, aunque sin mayores consecuencias. Desde luego, eso no le impidió recoger su placa y, sobre todo, el cariño de sus compañeros. El nonagenario asegura que cuando empezó había mucho entusiasmo por las peleas de gallos. "Los más ricos de la ciudad eran entonces dueños de los gallos; todo el mundo era aficionado", cuenta con vivacidad este exagente municipal que llegó a la capital con 17 años a la Casa San José, solicitado por un director de una entidad bancaria por su maestría con los animales en su pueblo natal, donde también se celebraban peleas.

Destinos

El primer destino de Yánez fue el mercado de abastos, donde durante diez años estuvo controlando "la soga". Es decir, una cuerda que se ponía a la entrada del edificio con la que se impedía el paso a todas las personas ajenas a las instalaciones para evitar los robos, mientras se colocaba la mercancía. Eran tiempos de escasez, de estraperlo y cartilla de racionamiento.

Después, llegaría la de informador para la beneficencia en Guanarteme y La Isleta, dos de los barrios más pobres de la ciudad. Yánez era el encargado de recabar y verificar información sobre la situación económica y familiar de cualquier vecino que acudiera a solicitar una ayuda de asistencia médica o social a los poderes públicos. "He sido el policía de los pobres, un devoto de ellos", indica con orgullo al rememorar alguna de las duras situaciones que tuvo que dar fe. Como la de un pobre de la calle Almansa al que le habían quitado un pie. "Tuve que informar para que no le cobrarán la estancia en el hospital de San Martín, porque tan solo tenía una pequeña tiendita para sobrevivir".

Y es que en la década de los 60 la sanidad pública y gratuita en España no existía para todos. Sólo los trabajadores que pagaban la "cuota" tenían derecho a ser atendidos en los centros hospitalarios; el resto acudía a la beneficencia religiosa y estatal. A Yánez no le dieron nunca gato por liebre. "Era el responsable de lo que firmaba, así que ¿cómo lo iba a hacer mal?"

Su tercer, y último destino, fue como encargado de la Grúa, Objetos Perdidos y Depósito Municipal. "Ni un lápiz me llevé durante los años en que estuve allí", puntualiza este fiel defensor de la honradez. Lo más extraño que pasó por sus manos: "una urna con cenizas".

Las riñas de gallos fueron casi los únicos altercados a los que se enfrentó Yánez, quien asegura que durante sus años de profesión no tuvo nunca un incidente grave. Ni siquiera uno en el que tuviera que desenfundar el arma corta que le otorgó el Ministerio de Gobernación como agente municipal. "Entonces había más respeto a la autoridad", responde.

Su única herida de guerra fue un botellazo que le llegó de rebote en una trifulca en la calle Ripoche en la que había un asiático de por medio. "Cuando fui a testificar me preguntaron si el chino era el que me había tirado la botella y yo les dije que si era el que se había detenido, pues sí, porque a mí todos me parecían iguales", narra con sorna.

La memoria, sin embargo, tiene muy malas pasadas. Unas historias se van y otras se hacen fuertes. Y Yáñez relata emocionado que las únicas balas y sangre que ha visto en su vida son las de la Guerra Civil, en Teruel y en Melilla, a donde estuvo destinado durante la contienda. "El 1 de enero de 1937 estábamos en las trincheras e íbamos a entrar en combate, el soldado que estaba a mi lado me dijo: "¡Mira un ruso, dispara!". Pero yo no podía del frío que hacía y me dijo: "¡Quítate de ahí!". Conforme me quitó de en medio, una bala le entró por la sien", cuenta apuntándose con un dedo a la cabeza.

No es el único muerto de la contienda su memoria. A él se suma uno al que vio "con las tripas fuera" y los cinco fusilados a los que vio caer en Melilla, mientras fue obligado a acudir al pelotón de fusilamiento, porque sabía tocar el tambor. A todos ellos confiesa rezar cada noche. "Agrupados", como le ha dicho el cura .

"Estoy vivo de casualidad. A mí me han pasado muchas cosas de muerte". Y añade, como ejemplos, los niños que morían de cólera y de tifus cuando él era infante y cuando al iniciarse la Guerra Civil la Guardia Civil le sacó siendo un chiquillo de la cama acusándole de haber "tirado unos panfletos", cuenta este socialista.

El oficio de agente municipal fue una etapa tranquila para él. Le dio tiempo a casarse, sacar adelante a una hija y a hacer negocios. "Criaba cochinos en el barranco de Don Zoilo. Compré un carro y un burro y contraté a una catalana para que me fuera a por las fregaduras de los hoteles para echársela a los puercos". También vendió muebles, televisores y casas. "He sido un negociante, siempre me ha gustado".

Nunca ha dejado su afición a los gallos, tampoco el boxeo y el dominó, en los que ganó varios trofeos. Y mucho menos la música -toca varios instrumentos gracias a las dominicas de Teror-, otra de sus grandes pasiones. Ya no conduce hacia el Sur con su radio casete y sus cintas, en las que grababa sus canciones, pero tiene el carné de conducir en vigor. Un marcapasos es el único metal que lleva ahora cerca del cuerpo. Y añora a Manolito Montesdeoca, su amigo durante más de 50 años, al que acaba de añadir a los "agrupados".

Ayer, tras sufrir su desmayo y cuando el respetable ya temía que se lo llevaban a casa, reapareció, gracias a la Cruz Roja, a bordo de una silla de ruedas. "Es que ha estado toda la semana muy nervioso y anoche apenas durmió", explicaba su hija Rosario Yánez Hernández. "De vez en cuando le dan estas bajadas de tensión, pero está bien de salud", agregaba sonriente, junto a su hijo Iván López Yánez. Pero su abuelo es incombustible. A punto de recibir su placa, el presentador, Tino Cebral, le decía: "No se levante, don Alejo", pero sí, se puso en pie y dejó un mensaje claro: "La municipal debe estar siempre para colaborar".