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Aquí la Tierra Hacer sitio

El jardín de Yoyo

El descampado de La Minilla se enriquece con el recinto que construye un vecino de Guanarteme, un espacio público para el paseo y la contemplación que propicia el intercambio desinteresado

El jardín de Yoyo

Al Jardín de Yoyo se entra por enmedio. El sendero, desde el que que se despliegan las figuras inscritas en el terreno con plantas y piedras, tiene un eje formado por cuatro palmeras. Pero se llega al recinto por sus extremos: por Guanarteme o por La Minilla, siempre, por las veredas del descampado que se extiende entre estos dos barrios de Las Palmas y en el que se emplaza el jardín. Éste, pues, es un lugar céntrico y a la vez no lo es: rodeado, como todo el descampado, por el tejido nervioso de la ciudad, es apenas visible para ésta.

Apenas visible, pero público. Esta paradójica condición otorga fuerza enigmática al Jardín de Yoyo, pues, a diferencia de los descampados, la invitación a los placeres de la visión es uno de los principales atributos de los jardines. Es verdad que el artífice de este espacio no pretende que permanezca como una tierra incógnita. Es más, aspira a que la ciudadanía lo haga suyo algún día. Pero no es menos cierto que, si no fuese en un descampado, le habría resultado más difícil ofrecer su regalo.

Porque hay que decir que Yoyo, Gregorio González Cabrera, construye el jardín desinteresadamente y que consume en esta empresa todas las tardes desde hace varios años. Con sus solas fuerzas y con el agua que extrae de su casa. Provisto únicamente de un pico, una pala, varios cubos y una determinación insólita, pues tampoco es el ansia de posteridad lo que lo pone en marcha.

Todo empieza con un panorama desolador. Ante la ventana de su cocina, en la trasera de un edificio de Guanarteme, se extendía un paisaje de basura y escombros. Y un día, hastiado, Yoyo construyó allí un parterre y plantó las palmeras del punto cero del jardín. Un pequeño gesto para mitigar lo inhóspito. Pero este educador social, que en su infancia soñó con ser jardinero, fue atrapado progresivamente por el genio del lugar y hoy, años después, trabaja aún en él.

"El jardín tiene una sola entrada, pero varias salidas", explica Yoyo, "es como un mapa de mi vida". Y es que, quienes lo conocen lo saben, la existencia de este hombre de mediana edad ha sido especialmente azarosa. Él lo expresa en público mediante este sendero que se bifurca, pero protege a la vez su secreto, de modo que sobre ello poco más hay que añadir. Si acaso, que Yoyo integra la incertidumbre y construye su jardín sin un proyecto cerrado: figuras simbólicas como la serpiente, el laberinto o el ojo del dios egipcio Horus -en el que se protege un grupo de aulagas- se entreveran en el terreno con inscripciones sin referencia clara, que responden simplemente a iluminaciones repentinas y a vértigos minúsculos.

El pasillo rectangular que forma el jardín tiene una extensión aproximada de 110 por 20 metros. Repartido en tres niveles, tiene una rampa que quiebra la simetría del conjunto y facilita el tránsito entre Guanarteme y La Minilla, dos núcleos urbanos contiguos, pero desconectados. Yoyo ha abierto zanjas y ha levantado muros con picón, arena petrificada y fragmentos minerales arrastrados desde la cumbre hace millones de años. También ha dispuesto desagües y aliviaderos para aprovechar el agua de lluvia y ha construido un comedero para pájaros. Jilgueros, canarios y alguna abubilla recalan en él. A medida que acondiciona el terreno, recupera plantas autóctonas, como la aulaga, el verode y la uvilla de mar, e introduce otras, como el acebuche, la espina de Cristo y el aloe vera. Yoyo no imita a la naturaleza, pero la pone de relieve y colabora con ella en su creación de formas, como hacían las olas marinas que en eras remotas devastaban esta parte de la terraza de Las Palmas.

Apenas es visible para la ciudad, pero hay quien ve el jardín: lo ven los vecinos, cuyos balcones y ventanas asoman al mismo, y los graffiteros que pintan las paredes traseras de los edificios aledaños, y que tienen a Yoyo por uno de los suyos. También los estudiantes, que usan su vereda para ir al colegio Santa Bárbara y al instituto de Guanarteme, estos últimos formados en el jardín que construyeron con un profesor y un conserje en el exterior del edificio.

Lo ven, y lo aprecian, así mismo, los ciudadanos que pasean a sus perros por aquí, y los anónimos donantes de plantas, que el jardinero, en ocasiones, encuentra cuando cada tarde reanuda su tarea. Estos últimos han comprendido que el jardín de Yoyo no está en las afueras, pero que muestra un afuera de la ciudad: que éste es un espacio público en el que se enseña que no todo tiene que estar sujeto al dictado de la mercancía. Un espacio del don.

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