Una llamada de un buen amigo, coronel de la Guardia Civil, me solicitó que les diera asistencia a unos amigos o familiares que desde la provincia de Murcia pretendían dar la vuelta a África para probar, entre otras cosas, un aparato que, se decía, ahuyentaba a los tiburones.

¡Por supuesto! No sólo porque era amigo, sino además un muy honorable mando de la Guardia Civil, cuerpo al que admiro, quiero y respeto profundamente, entre otras cosas, por lo mal pagados que están. ¡No hay derecho a esto!

El yate de unos 12 metros, de aluminio, muy bien equipado, con una tripulación muy competente, esponsorizado por una firma de infusiones de Murcia, pasó por aquí rumbo a diversos puertos de la costa africana. Les advertí que aquello era otro mundo. ¡Mucho cuidado; mano izquierda y dinero para mordidas!

Ya me pasó con un yate español solitario, que por no darle cinco dólares a un policía de un puerto de Costa de Marfil, creo recordar, le dieron tremenda paliza, le partieron un brazo y lo metieron en la cárcel que cada "autoridad" tiene como cheka privada. Hubo que recurrir al cónsul de Italia, para su liberación, al no haber representación consular española.

Al navegar cerca de tierra, más o menos a la altura de Guinea-Conakry, a uno de los cuatro tripulantes le picó un mosquito; aquello obligaba a rascarse con furia inusitada a la vez que contemplaban como una hinchazón aumentaba ostensiblemente. A los pocos días le salió volando una mosca del lugar de la picadura. Les aconsejé que fueran a Abidjan en donde hay flota pesquera española y por tanto un pequeño ambulatorio con sus correspondientes médicos y personal sanitario que atienden a los tripulantes cuando se pasan de la raya con las nativas, siempre dispuestas a cambiar favores por unas salemas. Luego, cuando les pica algo, o son inmunes ya, o el que muere es el puñetero mosquito con más purgaciones que el marinero. Tal y como me lo relataron.

Siguieron viaje hacia la antigua Guinea española: y no recuerdo si fue en Santa Isabel o en Bata, donde recalaron un primero de mayo de hace por lo menos quince o más años. Fueron solícitos a hacer los trámites de entrada y les dijeron que era fiesta y por tanto hasta el día siguiente no trabajaban.

Aquí empieza el tremendo lío cuando vuelven con sus papeles a hacer el correspondiente despacho. Estuve varios días sin hablar con ellos, a la semana más o menos me llaman y me cuentan la siguiente historia.

Les querían poner una multa de dos millones de las antiguas pesetas por pescar ilegalmente en aguas de Guinea. Cuando los chicos les explicaron que el barco era de recreo, de vela, y que además, ni tenían bodegas o refrigeración donde almacenar pescado alguno, ni redes o palangres, cambiaron de acusación al ver que aquel disparate no prosperaba acusándolos entonces de entrar en el país sin visado alguno. Ahí cayeron. Dijeron que en la embajada en Madrid les habían dicho que no era necesario. ¡No hubo nada que hacer! ¡O pagaban o perdían el barco y encima a la cárcel!

Como no tenían ese dinero ni estaban dispuestos a perder su barco y su aventura fueron a parar efectivamente a la cárcel. Ya se pueden ustedes imaginar lo que es una cárcel en África. Unos mosquitos que parecen cigarrones y unas cucarachas como lebranchos. Además, uno de ellos había contraído la malaria.

Otro de los detenidos le dijo al que era el Jefe, que lo dejara salir a cuidar el barco y hacer las gestiones necesarias con los bancos de España, pues si se perdía no iban a cobrar nada; lo dejaron salir y éste fue el que, digamos salvó el yate. Me llamó por la radio contándome en detalle todo lo sucedido y más, con una voz entrecortada y angustiosa. "No te preocupes, voy a hacer gestiones inmediatamente."

Llamé al ministerio de Asuntos Exteriores. Me pusieron con un diplomático de guardia; le conté la rocambolesca situación y lo puse en contacto directo con el que estaba de guardia en el barco, que le dio más detalles de la gravedad de sus amigos y de la arbitrariedad de que eran objeto.

Se empezaron a mover los canales diplomáticos que en estos países no sirven para nada, pues allí el que tiene una gorra de plato, se cree un general con mando en plaza. El embajador fue informado por Madrid y consiguió graciosamente sacarlos de la cárcel y pasarlos a una pensión de un vasco, último aún en aguantar la evacuación, y que estaba a la orilla de la playa pegada a la selva por la puerta trasera.

Les propuse el plan siguiente. Había que largarse por las bravas.

Conozco un poco la Guinea y les dije. "Ahí llueve, que se cae el cielo, con mucha frecuencia. Por la noche se largan por la puerta trasera a la selva, luego a la playa y a nadar para el barco, seguro que los vigilantes están durmiendo." ¿Y los tiburones? "No hay tantos como se cree la gente y con el hambre que tienen seguro que se los han comido. De todas formas se lo preguntas disimuladamente a los vigilantes o a los pescadores".

"Pero lo primero de todo es hacer amistad con ellos y decirles disimuladamente que el fusil es muy bonito y si tienen balas y si la patrullera está operativa o fíjate si está varada". Efectivamente, no tenían balas y la patrullera se pudría en seco en una rampa de varada muy rudimentaria.

"Cuando vean que llueve fuerte, que eso dura horas y más horas, se largan. Encienden el motor y a pocas revoluciones se van internando poco a poco en el mar sin encender ni el mechero para fumar. Los truenos, rayos y lluvia los ocultarán."

Así lo hicieron y mejor aún: en plan comando. Como había algunos pesqueritos fondeados, por si acaso los usaban para perseguirlos, enredaron las hélices con cabos, cortaron las mangueras de combustible y otros estropicios más para evitar el uso de dichos minúsculos cayucos. Se alejaron lo suficiente para no ser vistos y ya de madrugada subieron las velas y adiós Guinea.

Pero lo curioso de ese viaje era que en Murcia vivía una señora blanca que se había casado con un nativo de allí. Éste hombre después de ser evacuado con su esposa y dos hijas mulatas - que me llamaron para contar su historia - a España, sintió años más tarde, la llamada de la selva y regresó a Guinea, dejando para siempre al resto de la familia en Murcia.

Las hijas, que no lo habían olvidado les dieron a los del yate un buen paquetón con regalos, fotos, cariñosos recuerdos con lágrimas y otras cosas, pues sentían su ausencia, pero estaban ya adaptadas a su nueva vida y al país. Pues bien, este individuo desgraciado, era el que montó todo el follón de la detención relatada con la intención de sacar los dos millones de pelas. Falso agradecimiento por el paquete recibido y crítica despiadada de estos navegantes que acudieron a él para que les ayudaran, sin saber entonces, que en realidad era el que estaba detrás de todo este lío por su cargo de alcalde. ¡Vaya sinvergüenza!

A los tres días de la rocambolesca evasión, me llamaron para ver cómo arreglaban el problema del compañero con malaria que andaba ya con temblores y fiebres muy altas. Les aconsejé que al primer barco que vieran encendieran una bengala roja y les llamaran por la frecuencia internacional de llamada y socorro, para curarlo o evacuarlo. Afortunadamente se encontraron con un pesquero japonés que venía precisamente a Las Palmas: limpios, impolutos y bien vestidos, al ver la bengala se dirigió hacia ellos inmediatamente. Les atendieron de maravilla, les pasaron buena comida, pues en Guinea les habían robado los víveres, pasaportes y hasta la ropa. Llevaban un sanitario que atendió muy pronto al enfermo, confirmando que era malaria y dándole quinina con repuesto de píldoras para un mes, así como otras indicaciones del caso.

Iban comiendo lo que pescaban y lo que los japoneses les regalaron. De esta forma llegaron unos quince días más tarde a Luanda, Angola, donde con el poco dinero que no les pudieron robar por estar escondido, compraron víveres, llevaron al enfermo a un medico, cargaron gasoil y agua y se largaron nuevamente sin ningún contratiempo.

Su destino era Ciudad del Cabo. Pero cerca y a la altura de la frontera de Namibia con Angola y en una noche de espesa niebla, un gigantesco petrolero japonés los embistió como un Miura y la proa se la dobló a babor completamente, pues el barco era de aluminio, y casi pierden el palo que fue raspando por todo el costado del japonés. Parada y discusión en alta mar entre el yate y el bote salvavidas arriado por el petrolero para intercambiar papeles del seguro. Vuelta a navegar, ahora muy mutilados. Me preguntaron qué hacían, a donde podían ir a reparar antes de la todavía muy lejana C. del Cabo; les recomendé que fueran al pequeño puerto de Walvis Bay en la actual Namibia, que allí había flota española de pesca y segurísimo que les ayudarían. Así lo hicieron. Por mi parte les avisé a los pesqueros en faenas por aguas próximas, que siempre estaban a la escucha en nuestra frecuencia para entretenerse por las noches, que se encargaron de llamar a los que estaban en W. Bay para ayudar a estos chicos con tan mala suerte.

Pesqueros

Llegaron al puerto citado, y los pesqueros se portaron tan inmensamente bien, que con los talleres que tienen en tierra y los medios propios les repararon absolutamente todo a la perfección y aún más, como al radar se le había roto la antena en el choque con el japonés, les regalaron y montaron uno nuevo de paquete y para rematar la faena los atiborraron de víveres para el resto del viaje. Eso es más que generosidad, es compañerismo patriota inconmensurable de nuestros pescadores. El problema era ahora cómo iban a entrar en Sudáfrica. Me puse en contacto con los padres, uno de los cuales era un alto cargo del PP y uno de ellos viajó a C. del Cabo con toda clase de papeles, pasaportes, dinero, etc. para hacer una entrada legal sin el menor problema. Ya tenían todo otra vez en regla.

Dieron la vuelta a África y llegaron a Murcia vía canal de Suez sin ningún tropiezo más.

Las pruebas con el aparato contra tiburones se hicieron en diferentes sitios y países del recorrido, pero no dio el resultado esperado. En una de ellas un escualo le pegó tremendo bocado a uno de ellos en la entrepierna que casi lo capa. Las pruebas de ese tipo, mejor con cabosos o todo lo más con chopas.