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La rueda del navegante

El caso del 'Antaviana'

El yate, que daba al vuelta al mundo, salvó del mar a unos pobres pescadores en 1991, que habían volcado por un huracán al sur de Filipinas

El caso del 'Antaviana'

Un buen día del año 1.991, contacté con el yate de nombre citado. Iban dando la vuelta al mundo siguiendo la ruta de Juan Sebastián Elcano y estaban apoyados por no recuerdo que institución, que después de la partida los dejó compuestos y sin novia, es decir sin una peseta de lo prometido.

A pesar de este contratiempo impensable y gravísimo para el desarrollo de su periplo marinero, siguieron adelante.

Uno de los varios puntos a tocar fue el sur de Filipinas, no recuerdo el lugar, pero si recuerdo que a la salida de un puerto de escala en una de aquellas múltiples islas y acompañados por una patrullera local durante un corto trayecto para evitar los temidos ataques de los piratas de la zona, en una calmada noche y lejos de tierra, escucharon unas voces que provenían de un montón de ramas que flotaban a la deriva. Sucedió que los que gritaban pidiendo ayuda fueron copados por un huracán, varios días antes, y les hundió su frágil barca de pesca en la que habían partido de una isla próxima al lugar del naufragio. En total eran unos once pobres pescadores, que agarrados como lapas a los ramajes que el mismo huracán había amontonado, trataban de sobrevivir, hasta que les llegó la providencial y casual ayuda por medio de este yate de paso por aquellas islas. Rescatados y atendidos, fueron devueltos a su isla con la consiguiente gratitud de todos sus habitantes.

Este barco siguió su periplo por diferentes puntos de Australia, África del Sur, etcétera, con variadas vicisitudes. Pero el mayor inconveniente se les presentó cuando remontando el Atlántico los cogió una tormenta ecuatorial a la altura del golfo de Guinea y les dejó la única vela de proa que les quedaba como si un tigre se hubiera metido dentro del saco de la misma. Con poco combustible, fallos en la caja del motor, la mayor por toda vela, y escasísimos víveres, los tres únicos tripulantes que quedaban, me plantearon la grave situación en que estaban y su decisión de arribar a Liberia para recabar ayuda. Les indiqué que aquello era imposible, pues en este país había una guerra civil tremendamente cruel y no quedaba ni un blanco al haber sido todos evacuados, incluidas sus legaciones. Era suicida tal parada pues estaba seguro de que perderían el barco y sus vidas. Por tanto les aconsejé que se dirigieran a Banjul, capital de Gambia, en donde residía un buen amigo canario, Justo Martín, con intereses turísticos en aquel tranquilo país y con peso ante las autoridades locales al ser vicecónsul de España.

Justo se dedicaba con un barco muy apropiado para ello, el Joven Antonia, a llevar a los turistas río arriba durante varios días para que contemplen la flora y fauna salvaje local. Cuando lo llamé a través de Londres me dijeron en su oficina que se encontraba en una excursión con turistas y que no volvería hasta dentro de tres días, y que hasta entonces era imposible comunicarse con él. Les dije a los del Antaviana que se dirigieran hacia ese puerto y ajustaran su llegada a la de Justo. Una vez que regresó este de su safari marinero, logré comunicar con él por teléfono y lo puse en contacto con el Antaviana por VHF para que les indicara la entrada por el río y los esperara en el muelle para su ayuda.

La llegada de este yate era dramática, pues ya carecían absolutamente de todo y lo más serio era que tampoco tenían dinero. Le encarecí mucho a Justo a que se volcara en ayudarlos; que yo le respondía personalmente de cualquier gasto. No hacia falta esto, pues Justo se apresuró a conseguirles víveres abundantes de los hoteleros españoles afincados allí; que se portaron de maravilla, les pagó el gasoil hasta Las Palmas y consiguió que un zapatero remendón, con mucha paciencia y arte, les cosiera la vela de proa destrozada por la tormenta más arriba expuesta.

Próximos a esta isla, se les volvió a romper el viejo y remendado foque; el motor venía rengueando y el viento era muy escaso. Salí en una avioneta a buscarlos y los encontré a unas veinte millas de la marina de Pasito Blanco; les di ánimos para seguir a pesar de que ya los víveres volvían a ser escasos y les aseguré que los esperaría en aquella marina con nuevas viandas y tabaco de pipa que se les había agotado. Al día siguiente, a eso de las 3 de la madrugada, los ayudaba a atracar y contemplé con deleite como devoraban la comida que les había llevado. Hubo que repararles el motor y por fin arribar a Sevilla, lugar de su partida.

Con este pequeño relato, termino la serie que han leído.

Agradezco las numerosas llamadas de felicitación que he tenido de lectores anónimos y de sinceros amigos, pero, la memoria es tirana y, por tanto, los recuerdos se evaporan. Si algunos volvieran los expondría nuevamente.

Quiero expresar mi gratitud a los colaboradores en diferentes partes del mundo de la Rueda de los Navegantes por su invalorable ayuda. Sobre todo, a Su Majestad el rey emérito por recibirme e invitarme a desayunar junto a mi esposa en Palma de Mallorca, para conocerme y departir durante hora y media en amena charla. Al querido y difunto contralmirante Marcial Sánchez Barcaiztegui, a la Armada que me condecoró con la Cruz del Mérito Naval, a Puertos de Las Palmas al concederme el Noray de Oro y a otras instituciones de la Península que por la misma causa me honraron con una distinción.

A todos, un fuerte abrazo.

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