La Audiencia de Las Palmas ha puesto en busca y captura a Fernando Iglesias Espiño, un taxista de origen gallego que hace 22 años mató a su mujer y a sus dos hijos en el barrio de Jinámar.

Por el triple parricidio, uno de los crímenes más macabros de la historia negra de la capital grancanaria, Iglesias fue condenado a 54 años de cárcel: 18 por cada uno de los tres delitos de asesinato, según la sentencia dictada por la Sección Primera de la Audiencia de Las Palmas, con el magistrado Antonio Castro como ponente, posteriormente presidente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias.

Tras el veredicto de culpabilidad del jurado popular, que prácticamente se estrenó en Las Palmas con estos hechos, llegó la firmeza de la sentencia el 9 de octubre de 1998. Fernando Iglesias, que es natural de Pontevedra, fue trasladado de Salto del Negro a Galicia para cumplir la condena.

De esos 54 años de cárcel, el Código Penal establece un máximo de tiempo efectivo en prisión de 25 a 30 años. En esas estaba Iglesias, hasta que a mediados de agosto, tras disfrutar de un permiso de salida, no regresó al centro penitenciario de Orense.

Por ese motivo, al encontrarse en paradero desconocido y quedarle aún pena por cumplir, la Audiencia de Las Palmas ha ordenado a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que procedan a su detención para llevarlo de nuevo a prisión.

El triple asesinato causó una enorme conmoción en la sociedad isleña, con reacciones de dolor, rabia y hasta de violencia en un vecindario golpeado por la desgracia, con condenas expresas del alcalde de la época, José Manuel Soria, que calificó lo ocurrido en Jinámar de horrendo.

Iglesias, con 41 años entonces, acabó con su familia en la noche del 15 de octubre de 1996. Su esposa tenía 39 años, su hija 18 y su hijo 12. Tras la enésima discusión y dos carajillos de ron, se fue al armario de las herramientas, cogió una picareta de las que se usan en la construcción y golpeó a su esposa, que estaba en la cocina.

Después siguió con su hija mayor, que veía la televisión en el salón, y continúo con el pequeño, que estaba en su cuarto y se había despertado por el ruido de los golpes infligidos a su madre y a su hermana, rematando luego a las dos mujeres con un cutter de grandes dimensiones, según los hechos probados de la sentencia.

Después de perpetrar los tres asesinatos, Iglesias dejó la picareta en el fregadero y se sentó a beber más ron. Se quedó dormido hasta que al día siguiente, unas 15 horas después de la masacre, se despertó y llamó a la policía.

En los brazos tenía dos cortes por los que recibió atención hospitalaria. Declaró que se los había hecho con la finalidad de quitarse la vida, pero el jurado no creyó que fuera en serio y, por esa razón, la sentencia no incluyó el intento de suicidio en los hechos probados.

El veredicto sí constata que Iglesias, horas antes de cometer el triple crimen, se despidió del trabajo y renunció a la liquidación de su nómina, lo que evidencia un plan para acabar con su mujer y sus dos hijos esa noche, máxime cuando la relación matrimonial estaba prácticamente rota por las frecuentes discusiones.

Esa noche, durante la cena, el enfrentamiento subió de intensidad hasta volverse Iglesias agresivo porque su esposa le había dicho que lo dejaba. Poco después de esa primera discusión, alrededor de la media noche, arrancó el cable del teléfono para cortar una conversación de su mujer, que había recibido el apoyo de su hija en la disputa. Acto seguido se fue a por la picareta del armario, que había comprado unos días antes.

Iglesias se despertó a primera hora de la tarde del día siguiente y, tras comprobar lo que había hecho, llamó al 091. El arrepentimiento se tradujo en una atenuante de la responsabilidad, con una pena de 18 años de cárcel por cada asesinato, tras compensar el juez esa confesión con la agravante de parentesco.

La declaración del acusado en el juicio fue bastante explícita e ilustrativa de lo que hizo: "los maté porque me pusieron de muy mala leche y me cegué", recogen las crónicas de la época sobre el interrogatorio de los abogados y del fiscal. El representante del ministerio público fue Vicente Garrido, hoy fiscal superior de Canarias.