Año 1526, Álvaro González, portugués residente en La Palma, es acusado por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Las Palmas. ¿Su delito? Haber mantenido prácticas judaicas en la intimidad de su vivienda de forma reiterada. Junto a él fueron condenados a muerte en la hoguera su esposa y uno de sus tres hijos. En Canarias, el terror de la Inquisición ajustició bajo la pena capital a diez personas en sus más de tres siglos de historia. Pero, si se tiene en cuenta el total de encausados por esta institución, la cifra se eleva a más de 2.300 personas. Víctimas que sufrieron la tortura y el escarnio público por haberse alejado de la férrea doctrina de la Iglesia Católica.

El histórico barrio de Vegueta guarda aún huellas de aquella época de superstición y control de la sociedad. En la fachada del viejo seminario de Vegueta un cartel recuerda que, en otro tiempo, la calle Doctor Chil se llamó "de la Inquisición". El origen de este nombre se encuentra en una edificación hoy desaparecida en la encrucijada de esta calle con San Marcos. Un inmueble que acogió durante más de tres siglos la sede oficial del Tribunal de la Inquisición en la capital grancanaria. Dependencias en las que se ejercieron la tortura y el control despótico de la población.

Presión moral

"Su intención era ejercer presión moral sobre la gente", aclara Javier Velasco, técnico del servicio de Patrimonio Histórico del Cabildo de Gran Canaria, durante una visita guiada a los diferentes escenarios que protagonizó la Inquisición en Vegueta. A pesar de esta represión ideológica sobre los isleños, el historiador señala que la institución fue más permisiva en Canarias que en otros territorios hispanos. "Tras la Conquista la sociedad era mucho más diversa y abierta que en la Península, un hecho que hace que los inquisidores fueron menos estrictos", relata. Lo cierto es que a principios del siglo XVI en las grandes poblaciones del Archipiélago convivían gentes de diversos orígenes. Es más, según Velasco, en las calles de la capital grancanaria se decía que "existen más negros y berberiscos que vecinos". Y, precisamente, la labor de este tribunal se centró en aquellas personas ya conversas al catolicismo y no en aquellos que nunca profesaron esta religión.

La plaza de Santa Ana protagonizó algunos de los episodios más relevantes de esta institución. Centro de poder de la capital grancanaria, en este punto se celebraron durante más de tres siglos los Autos de Fe de la Inquisición, es decir, aquí se llevaron a cabo los juicios para centenares de encausados. Además, en las primeras décadas del siglo XVI el inquisidor vivió en las dependencias del Palacio Episcopal. Con el tiempo, quien ostentaba este cargo trasladó su residencia a la actual calle Doctor Chil. No obstante, la Inquisición era una institución que no dependendía directamente de la Iglesia, si no de la monarquía.

Tal y como resalta David Naranjo, arqueólogo, a los reos condenados a muerte no se les ajusticiaba en el mismo lugar de los Autos de Fe. Después de celebrarse el juicio, la Inquisición entregaba a sus víctimas al poder secular para que estos aplicaran la pena capital. A estas personas se las identificó con el nombre de relajados. "La Iglesia aseguró siempre que ellos no eran culpables de ninguna muerte", apunta el arqueólogo. Naranjo y Velasco señalan que la mayor parte de las víctimas eran quemadas en un solar junto a las murallas de la ciudad, muy cerca de la actual iglesia de los Reyes, en Vegueta.

El archivo de la Inquisición que conserva el Museo Canario en sus dependencias guarda la documentación con referencia a estas causas. No obstante, con más de 20.000 folios es uno de los más completos de España. En el "libro de quemados" del inquisidor Martín Jiménez se relata el caso de Álvaro González y su familia. Junto a ellos murieron en la hoguera otras cuatro personas. A estas siete víctimas habría que sumar una octava, Constanza de la Garza. En este caso, al fallecer antes del Auto de Fe, las autoridades optaron por quemar sus huesos, según relata Fernando Betancor Pérez, archivista del museo.

Jiménez fue el inquisidor más temido de los que pasaron por Canarias. En sus 26 meses de mandato ordenó ejecutar a siete de las diez personas que murieron en la hoguera en las Islas. Tal fue el temor que propagó entre la población que se le llegó a conocer como "la segunda pestilencia", relata Naranjo. Incluso, durante estos años se llegó a acusar de herejía a Álvaro de Herrera, hijo del conquistador Diego de Herrera. "Las altas esferas de la Península le salvaron de una condena", apunta el arqueólogo.

La mayor parte de los encausados por la Inquisición eran personas de bajos recursos, según recalca Naranjo, pues se hacía "la vista gorda" con muchas familias adineradas. "Ser acusado de herejía suponía ser la vergüenza de la sociedad", explica, motivo por el que los más pudientes evitaban a toda costa ser señalados. "Tanto en las puertas de las iglesias como en la catedral se colocaban listas de herejes", apunta Naranjo. Al mismo tiempo, se instaba a la gente a delatar a aquellos vecinos que se lavaran en viernes o sábado (por asociarse la práctica a las religiones del islam y el judaísmo) o si veían conductas anormales.

Velasco recuerda que de los poco más de dos millares de encausados en Canarias, unos 400 fueron por prácticas de hechicería, "que en el 97% de los casos eran mujeres, viudas o separadas con cierta edad". Según los historiadores, gran parte de estas prácticas era una mezcla de tradiciones paganas de los aborígenes canarios y de los moriscos. Aunque entre los hechizos sobresalieron los conocidos como "amarres de amor". En el Museo Canario se conserva un libro con una imagen de Santa Marta confiscada por el Santo Oficio, era común en aquel entoncesa rezarle para conseguir marido.

Brujería y hechicería

En el archivo inquisitorial existen manuscritos de los siglos XVII y XVIII que hacen alusión a prácticas con el diablo, actos que se consideraban brujería. Concretamente, se conserva el testimonio de una monja que aseguró haber realizado un pacto con el diablo, a quien le vendió su alma. "Afirmó redactar el contrato con su propia sangre, pero tras analizar la tinta del manuscrito descartamos esta idea", apunta Betancor. Según el archivista, en aquel legajo se detalla "con pelos y señales" la relación entre la novicia y Lucifer. De todas formas, una de las grandes joyas de esta colección es un libro de magia negra o grimorio que se requisó en Gran Canaria en el siglo XVII.

Estos archivos se guardaron en la casa inquisitorial hasta 1860, año en el que se almacenan en las Casas Consistoriales. Será en 1879 cuando el Museo Canario los rescata del olvido y los empieza a documentar. Parte de esta colección acabó durante un tiempo en Escocia, cuando un marques los adquiere en busca de restos de la lengua aborigen canaria. Años más tarde fueron recuperados en una subasta en Londres.

Lo cierto es que el marques no consiguió lo que pretendía. "La Inquisición juzgó a muy pocos aborígenes", relata el archivero. Siete, en total, y solo uno sufrió el escarnio de la hoguera por convertirse al islam. O, mejor dicho, al encontrarse huido en el Magreb, según relata Naranjo, el castigo de las llamas lo sufrió su efigie (una estatua de paja con rasgos propios del condenado).

El Museo Canario ha digitalizado en parte este archivo de gran valor histórico. Un legado disponible en su página web que relata un tiempo en el que la vida de los canarios estuvo bajo la atenta mirada de unos verdugos que buscaban infundir el miedo en la población.