En el patio del colegio las filas se arremolinaban cada mañana entre los gritos eufóricos de la muchachada, que se amansaba en cuanto sonaba sobre nuestras cabezas la disciplina del silbato del prefecto. En los laterales de algunas de las filas coincidíamos mayores y pequeños y, amén del desafecto generacional que nos producían aquellos pequeños de primaria a propósito de nuestra adolescencia gamberra, siempre me llamaban la atención unos gemelos, repeinados y formales, serios y atentos, atildados en sus corbatas de alumnos claretianos.

Así conocí a Paulino Montesdeoca, junto a su hermano Luis. Paulino me enseñaba algunas mañanas, en mitad de la formación y a distancia, su tesoro: los nuevos cromos de futbolistas que había adquirido en un estanco frente a la entrada del colegio que hacía el agosto con muchos de los alumnos, coleccionistas de estampas y comics. A mí, entonces ya con preocupaciones y deseos más carnales, me hacía gracia aquella ingenuidad infantil, que buscaba y encontraba complicidad entre las filas a través de una mirada limpia e ingenua, una de sus virtudes durante toda su vida.

Ya entonces, aún crío, era bueno y esa sustancia de nobleza se transpiraba en él con una naturalidad silente. Todo esto me lo recordó años más tarde, presentándose como aquel niño de los cromos, al pararse un día en un pasillo de la Casa-Palacio cabildicia en el que coincidimos un día. Me invitó a un café y me puso al día de su vida profesional: se hizo abogado siguiendo los pasos de su padre, había adquirido una plaza en el Consejo Insular de Aguas y comenzaba a ejercer como joven promesa del Partido Popular en nuestra isla natal.

Desde aquel encuentro, se hizo amigo en un tú a tú que salvó la distancia generacional sin ningún esfuerzo. Paulino era un caballero, en una acepción del término que hoy está en desuso por tanta falta de educación cívica. En esa virtud de ser y estar lo habían educado, pero tengo para mí que en su genética vivía un gen singular, comprensivo y generoso, que se remarcaba con una presencia física y gestual impecables. Lo remataba con un envidiable optimismo, con el que había superado pruebas muy duras en lo emocional, que contagiaba a los que tuvimos la suerte de tenerlo como cómplice.

Su paso por la política de partido, después de haber ejercido varios cargos públicos con notable éxito y con la proverbial prudencia que lo caracterizaba, no terminó bien a su pesar; el foro del Derecho en la isla recuperó un buen espada, pero perdió para las responsabilidades públicas un avalista de las buenas formas, de la moderación y del diálogo, tan necesario hoy entre adversarios políticos que persigan el bien común por encima de sus ideologías.

Siendo como éramos distantes en ideas y en los ambientes sociales en los que nos movíamos -con el conocimiento de su persona era posible entender una derecha liberal y civilizada, sin ánimo frentista y sin la moralina con la que en ocasiones se ve tentada en su discurso- era un placer encontrarlo por la calle Cano y compartir un rato de cháchara intentando arreglar el mundo.

Parecía Paulino el galán de una película en blanco y negro, atildado en su vestir, caminando las calles de la ciudad vieja y su original arteria comercial con las hechuras de la popular canción de Chabuca: ?Fina estampa, caballero/ caballero de fina estampa??. Descansa en paz, querido amigo.

Manuel González Ortega. Músico