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Comercio | Toda una vida en el Mercado

Puntualidad para el cangrejo real ruso

Antonio Morejón vende en su relojería latas de este crustáceo l Comenzó en los años 80 y, por su buena acogida, continúa con el negocio a día de hoy

Antonio Morejón, en la relojería que regenta en el Mercado del Puerto, donde también vende cangrejo real ruso. QUIQUE CURBELO

El puesto número 31 del Mercado del Puerto despierta, cuanto menos, interés y curiosidad. En su letrero se anuncia una relojería, pero en sus estantes, las correas, hebillas y pilas comparten espacio con latas Chatka de cangrejo real ruso, una especie que habita en el mar de Bering, entre Alaska y Siberia, y que puede llegar a medir más de metro y medio entre pata y pata.

La historia de este pequeño puesto de cuatro metro cuadrados, ubicado en el lateral del mercado que da a la calle Albareda, es la historia viva de lo que se fraguaba en el lugar allá por los años ochenta. En aquella época, la tripulación de los barcos procedentes de la antigua Unión Soviética y de Cuba traían consigo productos de estraperlo con los que mercadeaban en el puerto de la capital con los locales de la Isla.

"Nos cambiábamos muchas cosas, como trompetas, saxofones, guitarras, colonias, tabaco, vodka, divisas... y el cangrejo", explica Antonio Morejón, relojero de 59 años que regenta el puesto desde hace alrededor de cuatro décadas. Cuenta que era común el truque y que, quien más quien, intercambiaba lo que tenía por aquello que llegaba procedente de otras partes del mundo.

"En los años ochenta todo el mundo se dedicaba a la compraventa de cualquier cosa y la gente del mercado nos ofrecíamos un poquito al trueque, no se quedaba nadie atrás", explica. "Yo normalmente lo hacía con los rusos y si no tenía lo que ellos querían, se los conseguía", añade el relojero que, desde que era un adolescente, empezó a trabajar codo con codo con su padre, que se encargaba del puesto hasta que su hijo tomó las riendas.

Morejón recuerda que había gente que, específicamente, venía desde La Península buscando esas latas de cangrejo real ruso que llegaban a su puesto como moneda de cambio de algún otro artículo. El éxito del producto estaba asegurado, pero conforme fueron pasando los años, la flota soviética -después rusa- fue abandonando el puerto de la ciudad y, con ello, sus mercancías dejaron de traerse.

Fue entonces cuando Morejón decidió buscar a alguna empresa o persona que se encargara de traer el cangrejo al país para, así, poder continuar con su venta. "Después de mucho indagar, vimos que aquí en España había un proveedor de estas latas Chatka y que ya venía todo de manera legal", relata. De esa manera, continuó combinando su oficio de relojero con la venta del crustáceo, todo en un mismo puesto pero, subraya, con ambas actividades dadas de alta.

A día de hoy, el precio de las latas que despacha llega a alcanzar los 70 euros, aunque también las tiene algo más económicas, por unos veintitantos. "Las aguas del mar de Bering son peligrosas", avanza dejando entrever el porqué de tan alto coste. "Cuando van a cogerlos, los pescadores se juegan la vida y, de hecho, los hay que mueren", afirma. Él no lo duda: "el riesgo hay que pagarlo", asevera.

Sin embargo, dice que en proporción no es tanto lo que cuesta. "Es una delicatessen y un producto de mucha calidad", sostiene. Y así lo ven sus clientes, los habituales y los más esporádicos. "Tengo una clienta de setenta y pico años que todos los sábados se lleva un par de latitas para hacer una ensaladilla rusa", cuenta. "Y un señor que cada dos o tres semanas se lleva también dos", añade.

Pero son los turistas los que más se acercan a su puesto. Algunos lo hacen extrañados por tal combinación, pero muchos acaban comprando el preciado cangrejo. Incluso, algunos repiten, aunque ya hayan abandonado la Isla y estén en sus lugares de origen. "Hay gente que viene de turismo y cuando lo ve me lo compra", cuenta. "Después, cuando vuelven a sus casas y algún familiar viene a Gran Canaria, les dicen que pasen por el Mercado del Puerto y les compren una latita", asegura.

Relojería

Por supuesto, a Morejón tampoco le faltan quienes se acercan a su pequeño puesto a arreglar sus relojes y es que su carisma y trato cercano y personalizado, junto con sus precios competitivos, han conseguido que se cree una cartera de clientes fieles. "Yo les cobro más barato que en cualquier otro establecimiento y, además, les doy una sonrisa", comenta dando cuenta de lo que diferencia la experiencia de compra entre una gran superficie y un puestito de mercado.

Morejón, además, es de esas personas a las que les gusta trabajar frente al cliente. Cambiar una pila, poner una nueva correa, colocar un pasador y explicar por qué está haciendo lo que hace, todo lo realiza cara a cara. "Yo no m siento dentro para hacer esas cosas", explica. Y sabe muy bien por qué: la visibilidad, para él, es fundamental.

"Algunos clientes que han ido a otros establecimientos vienen y me dicen: 'el bandío aquel se me marchó para adentro y cuando vino me dio el reloj andando pero ahora está parado y no sé qué diablos le hizo'", cuenta recordando algunos de los momentos vividos en el mercado.

Historias en este edificio del puerto tiene demasiadas, empezando desde aquellos tiempos en los que el antiguo puerto franco atraía a multitud de personas a la zona y en los que el tránsito de gente era constante en el mercado hasta hoy, días en los que la afluencia es menor pero el trabajo nunca falta.

Y es que a sus espaldas ha tenido años y años de preparación y desempeño que comenzó a aprender siendo tan solo un chavalillo de 13 ó 14 años, cuando empezó a seguir las directrices de su padre, que por aquella época se encargaba del negocio.

"No me gustaba estudiar y con esa edad no había manera de meterme en vereda. Entonces mi padre me trajo con él a trabajar", recuerda entre risas. Por entonces, el puesto se encontraba al lado contrario del que hoy está, en la calle López Soca, ahora renombrada Eduardo Benot.

Recuerda que el local era un pequeño habitáculo de madera que, posteriormente, pasó a ser de aluminio. Allí pasaba los días, junto a su padre hasta que un tiempo después, en los años 80, "recién salido del cuartel", continuó en solitario. Su progenitor le comentó que era el momento de retirarse, de disfrutar de su jubilación y morejón no lo dudó y se lanzó a la piscina: se ocupó él mismo de llevar el puesto. "Era jovencito, pero me arriesgué y me quedé con el local".

Por suerte o por destino, como se quiera llamar, en el año 1994, con la remodelación del mercado y la posterior reubicación de los puesteros, a él le asignaron uno en la calle Albareda, donde le ha ido estupendamente. "Le doy gracias a Dios de haber podido desempeñar mi trabajo en esta otra calle", sostiene.

A día de hoy, no se arrepiente de la decisión que tomó hace ya casi 40 años de quedarse el negocio. Toda su vida y experiencia laboral, explica, está en el Mercado del Puerto y mañana, como cada día, acudirá a levantar la reja que descubre su pequeño puesto y se sentará en el taburete tras el mostrador, ese donde el cangrejo real ruso comparte estante con esferas y agujas. "Estoy súper contento de estar en donde estoy", sentencia.

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