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Crisis del coronavirus Estado de la mar en fase 1

Esta vida es una caña

Aficionados y deportivos vuelven a lanzar tanza para encontrar una pesca "más gorda" y abundante

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Desescalada en Canarias | Pescadores de caña en el Muelle Deportivo de Las Palmas

Sargos, lebranchos, salemas y alguna vieja. Eso es lo que vive por debajo de la lámina de agua que rodea al Muelle Deportivo, y lo que existe por encima son veinte cañas con sus respectivas boyas invitando a pasar al balde a toda esa gente submarina que desde el 14 de marzo ha disfrutado del Atlántico para ella sola, un confinamiento oceánico en el que han cogido peso, y no precisamente por comer papas fritas.

Fue el pasado lunes cuando en fase 1 se pudo por fin empatar un anzuelo y aceitar el carrete para alongarse a la costa y pegar las primeras lanzadas postcovid. Un día, ese lunes, en el que por efecto perro chico amarrado diez semanas, se formó una respetable hilera de pescadores con ansia de oler salitre y llenar la palangana.

A medida que ha transcurrido la semana el aforo se ha ido acompasando, cogiendo poso, para volver a niveles prepandémicos. Y ahí está de nuevo, un día más, Juan Antonio Sosa, de 19 años, y que lleva prácticamente 19 años, o más aunque parezca un oxímoron, con la caña tiesa. Sosa no se anda con boberías y flojeras. Está federado, compite en parejas con su compañero de tanza Óscar Luis Ramírez, que tiene a algo más de dos metros de distancia, tanto por mandato del ministro como para no enredar la pita, y más que pescar, están entrenando. Sí, entrenando para el domingo que viene que hay pega en Arinaga.

Vistos de lejos parecen estar pensando en panchonas retozando en el marisco, pero están haciendo ciencia pesquera.

Sosa no es de familia pescadora, sino playera sin más. "De muy chico cuando iba a la playa me fijaba cómo lo hacían y bueno, y luego me metí en el club de pesca Buarpo", acrónimo de El Burrero, Arinaga y Pozo Izquierdo, ya que nuestro hombre es de la zona, de El Carrizal.

Precisamente aclara que en El Burrero, ese lunes en que abrió la veda, ya a la una de la mañana se había presentado el primer pescador, y cinco horas después, al alba, no cabía un anzuelo más en toda la playa.

El experimento

A la hora de las once de ayer viernes, Sosa y Ramírez ya llevan dos lebranchos, un sargo y una salema. Dicen que se ve algo más de pescado, "no es algo que esté rebosando", señala con precisión Juan Antonio, pero sobre todo con más peso, es decir, "que ha crecido".

Un momento. Parece haber un problema. Son tantos los peces chicos, que son los que margullan más cerca de la superficie, que la tramposa gamba que esconde el anzuelo no llega al fondo, que es donde están los que dan la talla, los que doblan la curva de la punta, esos que obligan a levantarte para tirar de ellos para tener algo de cierta sustancia que contar después.

En cualquier caso ni Ramírez ni Sosa están allí para la foto. Están estudiando desde las ocho de la mañana la mecánica de los materiales, -"yo hoy traje cuatro o cinco cañas para ir probando"; la oceanografía -"el agua está más clara"; nutrición y tecnología de los alimentos -"tirando con diferentes engodos y carnadas"; e incluso la física, -"estamos utilizando distintas boyas y plomeados". Experimentando, en suma, "porque nunca venimos con lo que sabemos que ya funciona, sino combinando hasta que demos con la tecla".

Hay que reseñar que el pescador de caña no se alimenta exclusivamente de lo que pesca. En estos dos casos concretos, ni se alimentan. Tampoco ingieren agua. "Nosotros el miércoles empezamos a las tres de la mañana y recogimos a las seis de la tarde. Nos cogimos una tostada", que no es pan tostado, sino una quemada solar en toda regla.

Y todo ello sin probar bocado, porque solo con lanzar, empatar, engoar y observar boyas flotando en la mar el pescador parece entrar en una mística ajena a las más básicas y elementales necesidades biológicas. Sin límite.

Cada uno lleva encima unos 2.000 euros de material, que incluye hasta un taladro-batidora para mezclar el engodo de pan rallado y queso industrial que se trajeron hoy.

Chismes del futuro

Sosa incluso se sienta sobre un artilugio llegado del futuro con su chasis de aluminio, cajas extraíbles para chismes, cajón frontal, cuatro pies telescópicos, casilleros adonizados, cubierta protectora y cerraduras de un cuarto de vuelta. Si le pusiera motor pescaría ballenas. Completan el conjunto dos baldes, una palangana, anzuelos sin límite en formatos y tamaños, y boya, mucha boya, ya que ellos lo que practican es la competición de corcho, que es como se denomina la variante.

Total, un despiporre del bolsillo con el que saldría más barato adquirir la pescadería del barrio. Pero esto es así. Habla Ramírez, son "medio centenar de cañas en casa", algunas de hasta 600 euros la unidad, y carretes a tongas, con algunas joyas "que llegan a los mil euros". Cuestionado sobre qué opina su mujer sobre ésta algo onerosa caterva de tarecos para volver con dos salemas en el balde, responde "que me apoya porque es mi único vicio. No fumo. No bebo. Y estoy con ella cuando me necesita".

Menos cuando se van de competición, que son seis o siete veces al año rumbiando por las distintas islas de este archipiélago, y del otro, del balear, donde precisamente Sosa se ha quedado maguado por la suspensión de su cita de mayo en Mallorca.

Sale el nombre de Mallorca a relucir, y el de las costas peninsulares, y se provoca un conato de protesta contra las autoridades canarias. "Allá en esa península da envidia porque se puede pescar casi en cualquier lado, mientras que aquí todos los días hay una norma nueva y hoy puedo hacerlo aquí, pero mañana no, de tal forma que parece que somos los apestados del mundo", una queja recurrente para una gran parte de la veintena de aficionados que se encuentran a lo largo del pequeño espigón del Deportivo, que no saben bien "cuando tienes que salir volando con las cañas", a pesar de exhibir sus licencias en regla, tanto la federativa como la que despacha el Gobierno de Canarias.

Con Juan Antonio y Óscar se puede echar el día hablando sin disparar un cartucho porque se entra en un esotérico nirvana, hasta que el fueraborda de la barquilla La Pardela, cuyo propietario está repasándole las bujías después de la cuarentena, trae de nuevo al mundo al personal.

Más allá se encuentra Cristina Diepa, natural de la capital insular, y más concretamente de donde llaman La Isleta, en el que un día navegaba la barca Acaymo, propiedad de su abuelo con la que se iba a la pesca con liña por la noche. De aquellas postales infantiles le viene a Cristina, que tiene 43 años, la afición por sacar del mar aquello que se mueva, "menos los peces chicos, que esos se vuelven al agua".

No le va mal el día a Diepa. Como no experimenta con nuevas perrerías y va a tiro fijo pues ya se ha cobrado junto con su marido Marco Antonio León dos brecas, una boga grande y una saifía, solo con pan de toda la vida y su gamba agarrada al anzuelo. Y sí, notan que hay más individuos donde Bob Esponja, "y más gordos también".

Cristina está yendo a la pesca desde el martes, y revela que en el fondo hay también "mucho chucho y cazón", pero para ella tal fue la ahítadera de estar años y años limpiando pescado desde las cinco y media de la mañana, "cuando venía mi abuelo, mi padre y mi tío con dos ceretos enormes cargados", que ahora toda pieza que cobra se la lleva a los parientes, aludiendo que la razón de quedar al solajero, el marisco y la salitrera hasta bien entrada la tarde obedece, cómo no y otra vez de nuevo, a la mística: "para relajarme y olvidarme del mundo", para rematarlo Marco Antonio con un "mejor aquí que en cualquier otro lado".

Un lado que, no obstante, y como apuntan uno tras otro, no se sabe exactamente muy bien cuál es para evitar ser desalojados o apercibidos por los agentes.

Lo expresa también Raúl Rodríguez, que tiene en su haber una sama de más de dos kilos, aseverando que "desde que tomó posesión la nueva Autoridad Portuaria el espacio cada vez es más reducido, sin tener en cuenta que es una actividad que entretiene a muchas personas mayores", como es el siguiente caso, el de Federico Correa, que solo puede pescar cuando la atención a su hijo dependiente le permite, un rato al carrete que le sienta de maravilla, "que me deja más tranquilo que un sanjuán".

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