Es inevitable: estás tan a gusto en una terraza de la avenida, saboreando una pizza, tomándote un cortado, o disfrutando de un mojito, por poner algún ejemplo, y a los pocos minutos aparece algún individuo, cargando con cualquier instrumento humanamente trasportable, y a veces ni eso, y te da el concierto; te guste a ti, o no. Y no nos engañemos: por lo general, no te gusta. Es más, incluso te planteas echar mano al bolsillo y darle todo lo que llevas suelto, pero para que se calle y se vaya con la música, por llamar a ese ruido infernal de alguna manera, a otra parte.

Seguro que recordarán a la rusa, o eslovena, o de cualquier país de estos del este, porque díganme ustedes a mí si los distinguen, que aparecía con la pandereta y te ablandaba el corazón y los tímpanos con unos terribles graznidos en lengua eslava, o al guitarrista fandanguero que interpretaba rumbas como pasodobles y pasodobles como boleros, al acordeonista de expresión lastimera que destrozaba los tangos con su desafinado instrumento, a la pareja de hippies con maracas, bicicletas y perro, que desentonaba canciones reivindicativas, al violinista que arrancaba unos chirriantes y desagradables sonidos a las cuerdas de su ajado violín y un largo, interminable y lamentable etcétera que era capaz de indigestarnos el filete o avinagrarnos el vino. El otro día, para mi asombro, incluso vi a un tipo soplando un tubo de madera enorme y extrayendo de él una serie de sonidos vibrantes, al más puro estilo de los monjes tibetanos, y hasta tuve miedo de ser yo la que entrara en trance. O eso, o que se me metiera dolor de cabeza.

Pero no sólo de música vive el hombre, y también malabaristas con mazos y pelotas, estatuas vivientes pintadas con purpurina, descabezados bailando a ritmos frenéticos, mimos tristes y zancudos equilibristas han pasado y siguen pasando por Las Canteras para demostrar su arte, magnífico en algunos casos, dudoso en la mayoría, y sacarse unas perrillas al más puro estilo tradicional: pasando el gorrillo. Y aunque es cierto que en la mayoría de las ocasiones, más que amenizarnos el almuerzo, cena o aperitivo, nos estropean el momento de relajación en la playa con su pésima demostración y sus malos modos si decidimos que no se merecen los cuartos que reclaman, hay veces en las que los astros parecen alinearse y se presenta un trompetista virtuoso o un bajista entregado, que nos deleita con su arte magistral, mientras paseamos por la avenida o nos tomamos algo en una terraza. Lamentablemente, estas son excepciones de las que confirman la regla, pero cuando esto ocurre, ¡qué maravilla ponerle banda sonora al marco incomparable de Las Canteras!