El humo envuelve a Macarena. Es la una de la tarde y la mujer, acusada de ocultar durante nueve años a dos hijos que no registró ni escolarizó y a uno de los cuales secuestró supuestamente en el Materno al nacer, apura un cigarrillo en la parte trasera del bloque cuatro del número 27 de la calle Córdoba, en la Vega de San José. Una amiga escucha sus alegatos a pleno sol mientras un pequeño grupo de jóvenes parece cubrirle las espaldas. Lanza al suelo el cigarrillo y mientras éste todavía humea ella entra en erupción. "Se han dicho cosas sobre mí que son mentira, se ha hablado más de la cuenta", ataja mientras avanza hacia el portal y los muchachos cubren su huida. "Sólo quiero que me dejen en paz ya y no se digan cosas que no son", se escucha mientras se diluye entre las sombras, entre palabras de refilón que se apagan definitivamente, igual que la colilla.

El tráfico se espesa en la calle Córdoba. Macarena A. Q., detenida en las postrimerías del mes de julio y puesta en libertad con cargos tras su declaración, irrumpe de nuevo en el barrio de toda la vida. Cruza por el paso de peatones y se pierde por un laberinto de edificios claros situados más al norte y en cuyos jardines hay un constante trasiego. La ropa de llamativos colores que lleva a esa hora hace que destaque en el río de coches y gentes. Por lo demás, la vecindad la protege con un silencio casi sepulcral sobre sus asuntos personales y su vida actual. El edificio es su guardia pretoriana.

Del citado bloque cuatro, por ejemplo, no aflora media palabra. Más allá de esos muros de color ocre se comenta que vive en el piso familiar, que su padre falleció recientemente y que convive con su madre, ciega y enferma y para la que todos piden respeto. "Hay una mujer enferma, por favor..." Llega la hora de la comida y Macarena permanece en algún lugar de las entrañas de un barrio que se transforma según avanzan las horas y en el que nadie parece saber nada de Macarena, que sin embargo deambula por allí casi sin cesar.

Sombras

A las siete de la tarde la Vega de San José deja que se cuelen las sombras. Los corrillos de gente mayor conversan sobre asuntos pesqueros cerca de la parada de guaguas, las partidas de dominó prosiguen en el hogar del pensionista y los que tienen trabajo comienzan a llegar a sus casas. Otros preguntan por qué no se habla de lo mal que lo pasa mucha gente en el barrio. Entre esas brumas nocturnas emerge de nuevo la figura de Macarena, sentada en el pico del muro trasero del bloque cuatro, con otro cigarrillo, el enésimo, en su mano izquierda, ahora sola completamente, con la mirada perdida. Es una esfinge de la que nadie habla, pero que de algún modo forma parte del paisaje urbano de esta parte de la ciudad.

"Lo que necesita es que la dejen en paz", espeta un vecino del barrio que teje un velo de silencio alrededor de Macarena, que odia que le llamen Maca.