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El Venerable don Antonio Vicente González

El beato de Agüimes ocupa el puesto 100 de cara a convertirse en santo | Falleció en 1851 a las puertas de la casa de Santo Domingo que sirvió de hospital contra el cólera

El Venerable don Antonio Vicente González LP/DLP

Del ciento setenta y pico lugar en el escalafón de espera en que se encontraba nuestro beato en 2017 para alcanzar la santidad, hoy ocupa apenas el centenar. Este importante descenso es atribuido a la silenciosa colaboración que realiza monseñor Vittorio Formenti en las altas esferas vaticanas.

Monseñor, alto miembro de la curia de la Santa Sede, residió unas semanas en la casa de la Plaza de Santo Domingo de Vegueta donde el beato de Agüimes presumiblemente contrajo la enfermedad del cólera y en donde dejó de existir, y conoció muy de cerca la heroica historia del sacerdote canario. Y en la entrevista que el periodista Fabio García le realizó en LA PROVINCIA/DLP el 8 de septiembre de 2017, ya expresó su voluntad de que miraría con detenimiento el expediente y que haría todo lo que estuviera de su mano para que el proyecto de elevar al isleño a los altares llegara a ser realidad. Tanto este docto monseñor, estrechamente vinculado al Papa Francisco con el que junto ha trabajado y elaborado el Anuario Pontificio, y Franco Antonio Reale, un importante relaciones publicas en el Vaticano, posiblemente ambos están logrando más por facilitarles la cercanía que los postuladores isleños de su seguimiento en la distancia. Si estos asuntos no se mueven, los proyectos no llegan a materializarse.

Pero recordemos la gran figura de nuestro venerable sacerdote que nace en la villa episcopal de Agüimes el 5 de abril de 1817. Era el mayor de siete hermanos e hijo de Vicente González Machado de Alvarado y de Josefa Suárez Herrera. Su ingreso en el seminario se produce al cumplir los diecinueve años de edad en 1836, examinándose de latinidad con la calificación de sobresaliente. Se ordenó de presbítero en 1845, después de estudiar en el claustro canario tres cursos de Filosofía, siete de Teología Dogmática, Moral y Pastoral y, además, los cursos de Historia Sagrada, Disciplina y Oratoria. Con el grado de Bachiller en Sagrada Teología ejerció el profesorado en aquel Seminario, de cuya sede fue secretario, capellán y después su vicerrector.

Nombrado el 26 de julio de 1846 cura de la parroquia de Santo Domingo, su designación la aprobó Isabel II el 24 de febrero del año siguiente, y fue cura propio del templo cuando por real orden auxiliadora de 12 de abril de 1849 la hasta entonces ayuda quedó constituida en parroquia colectiva perpetua independiente, haciendo desaparecer la antigua iglesia del Sagrario de la que dependía. El 19 de octubre de 1850, el obispo Codina convoca a concurso, entre otras vacantes, el curato de Santo Domingo que por la nueva Ley quedaba libre. Don Antonio Vicente opositó al mismo beneficio y, lógicamente, fue admitido por el prelado en auto de 27 de diciembre siguiente. En aquel mismo momento, el mitrado don Buenaventura le coloca en la cabeza el bonete de beneficiado curado de la parroquia, sin imaginar que cinco meses después la vida del clérigo se apagaría para siempre.

Su extraordinaria labor sacerdotal queda reflejada con todo detalle en la espléndida obra del vicario, don Juan Artiles Sánchez, su paisano y pariente, titulada Y no encontraron su tumba… La Cuaresma celebrada en la parroquia en 1849 fue la más emotiva de este clérigo, hoy Venerable, que reedificó con su celo pastoral la ermita de San Cristóbal para catequizar a los vecinos y a los niños de aquel alejado paraje, a los que estimulaba con premios que él mismo les proporcionaba. Seguía siendo mayordomo de la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario de su villa natal de Agüimes, cuyo culto sostuvo a sus expensas hasta el final. Su delirante devoción por la Señora del Rosario, “el primer objetivo de sus votos y afanes”, hizo que la primera misa que cantó en la parroquia la celebrara en la capilla de la Virgen el 29 de julio de 1846. A la Venerable Hermandad de Vegueta, agregó la fundación de la Cofradía del Nombre del Niño Jesús de la Madre San Esteban (imagen que hoy tiene su sede en la ermita de San Telmo) que se conocerá popularmente por el Niño Jesús Enfermero, e incorporó asimismo la Hermandad del Santísimo Inmaculado Corazón de María, la primera referencia claretiana en Canarias, constituyendo con las tres pías asociaciones una popular archicofradía que extendió su culto por toda la ciudad, y cuyas constituciones por él redactadas fueron aprobadas el 15 de agosto de 1849. De todas ellas asumió la mayordomía, que compartía con la de las ermitas de San Antonio Abad, de San Cristóbal y de San Juan Bautista del barrio de su nombre.

A la indesmayable devoción que don Antonio Vicente dedicaba a Nuestra Señora se debió que el culto a la nueva imagen de la Virgen del Rosario realizada años antes por el escultor tinerfeño Fernando Estévez no cayera en el olvido, como solía ocurrir con las sustituciones. Con su estímulo y la presencia del Padre Claret en los confesionarios y púlpitos de Santo Domingo, en 1848, la devoción a la Excelsa Madre se extendió y aumentó con extraordinario celo, no solo por los rincones de la feligresía de Vegueta, sino por todos los recónditos aledaños de la ciudad. La iglesia de Santo Domingo tuvo el privilegio de ser elegida durante un mes como sede de la atención del que posteriormente sería San Antonio María Claret con motivo de su visita a la Isla, convirtiéndose esta parroquia en el centro espiritual claretiano de Gran Canaria. Fue por ello por lo que don Antonio Vicente fundó la confraternidad del Inmaculado Corazón de María como medio de conservar los frutos de la gran misión evangelizadora del recordado Padrito

La admirable trayectoria sacerdotal desarrollada por el que fuera primer cura párroco en propiedad a través de su corta vida ministerial, y los milagros que se le atribuyen, ya han merecido su designación de Venerable por la Santa Sede, estudiándose actualmente en la Sagrada Congregación de Ritos de Roma el proceso apostólico de su canonización para elevarlo definitivamente a los altares.

Fachada de la casa de la plaza de Santo Domingo.

La casa de Santo Domingo, situada frente a la iglesia de la misma advocación, era a finales del siglo XVIII propiedad de un matrimonio que residía en Venezuela, y la casa la pusieron a rentar. Uno de los primeros inquilinos fue don Domingo Galdós, el abuelo de don Benito, que había llegado a la isla como Receptor del Santo Oficio, cuando ya aquel temido tribunal estaba dando los coletazos de su desaparición. Después del inquisidor vasco, vivieron en la casa varios residentes, pero hacia finales de la década de los años cuarenta la casona estaba deshabitada, quedando la propiedad al cuidado de su administrador, don Antonio López Botas, que por entonces residía en la casa colindante, en la antigua mansión conocida como la del Señorío de la Vega Grande de Guadalupe.

Coincide aquella desocupación cuando se atraviesa en las islas orientales una hambruna espantosa que causaba estragos en la feligresía. Los majoreros llegan a Gran Canaria, y en los humildes barrios de Vegueta se hacina una endémica miseria. La estrecha colaboración entre el cura y el que seria uno de los mejores alcalde de la ciudad, López Botas le proporciona al sacerdote la vivienda para que almacenara en la parte baja del inmueble los víveres, mayormente granos, y otros frutos producidos en los campos que su familia y conocidos pudientes le traían de Agüimes y de otros lugares de la Isla. Con ellos, el humanitario presbítero intentaba cubrir las carencias de tantos habitantes que morían de hambre. Teniendo aún en préstamo el edificio, durante el verano de 1851 se declara en la ciudad la epidemia del cólera morbo asiático que, según las averiguaciones realizadas posteriormente, el virus comenzó a extenderse por el populoso barrio de San José. En unos días, las calles del vecindario se llenaron de afectados y moribundos. El inconsolable don Antonio Vicente iba trasladando a aquella casona de la plaza a todos los que podía, y en unos días las dependencias del oscuro granero y sobrio habitáculo se convirtieron en un improvisado hospital, donde, además, se seguía incubando la bacteria que sembraba de muerte, pánico y soledad los ennegrecidos muros del recinto.

El Venerable don Antonio Vicente González

Sin descuidar sus obligaciones pastorales, don Antonio Vicente celebraba diariamente la misa de las 7 de la mañana en el templo vecino. A su término, cruzaba la plaza para ver a sus enfermos, confortarlos espiritualmente y llevarles junto con el óleo, el último aliento. Como de costumbre, la mañana del 22 de junio de aquel funesto año, el cura traspasó el umbral de la casa y visitó en las ocho habitaciones a sus distribuidos “pacientes”. Debía de estar percatado de que el virus del cólera ya le tenía atrapado, pero, así y todo, no claudicó, pues se disponía a seguir consolando a los enfermos y moribundos de su afectada feligresía, la mas extensa de la ciudad, que recorría diariamente a lomos de una mula blanca prestada. Nada más salir de aquella casa se desplomó muerto en el suelo. Con su desaparición dejaba en la mayor orfandad espiritual y material a la parroquia más pobre del municipio. Tenía tan solo treinta y cuatro años y seis de sacerdocio.

Durante su corto pero fructífero mandato le ayudaron en las tareas pastorales los coadjutores Cristóbal Aguilar, capellán del hospital de San Martín; Domingo Aguilar Alemán, José Antonio Cabral, Salvador Rivero Béthencourt, mayordomo de la ermita de San Gregorio de Telde y luego párroco de San Agustín; Diego Álvarez Suárez, que posteriormente sería cura de la parroquia, y el ejemplar sacerdote Miguel Talavera, que fue cura de Santa Brígida y, como don Antonio, contagiado del cólera al asistir a los moribundos del pago de la Atalaya. El último bautismo que don Antonio celebró en la pila de Santo Domingo fue el de la niña Matilde Martín Peña, el 26 de febrero de 1851. A su muerte, fue nombrado cura encargado el ex fraile franciscano, Narciso Barreto, organista, cantor y sacristán mayor que había sido de su convento, que desempeñaría los asuntos de la iglesia de Santo Domingo por espacio de unos cinco meses, hasta que llegó el nombramiento del nuevo rector, don Pedro Regalado Hernández, otro virtuoso clérigo de nuestra Diócesis.. |

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