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Triana | Un siglo y medio de comercio

Los 150 años de la Calle Mayor

Triana, galardonada como la mejor zona comercial abierta de España, no se entiende sin la aportación del alcalde López Botas en el siglo XIX

El barrio de Triana en el último tercio del siglo XIX en donde se pueden aún observar las plantaciones de las calles Primero de Mayo y Bravo Murillo. | |LP/DLP

El merecido galardón que el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo ha otorgado al empresariado de Triana, recibiendo nuestro emblemático barrio por segunda vez el premio a la mejor zona comercial abierta de España, coincide con los 150 años de la existencia actual de nuestra histórica Calle Mayor. Posiblemente, las últimas generaciones de grancanarios que desde que nacieron han pateado de cabo a rabo la popular travesía sospechen que aquel tránsito siempre ha estado así. Pero la realidad es bien distinta. Si no hubiésemos tenido de alcalde al más insigne edil de nuestro Consistorio, como fue aquel generoso y desprendido Antonio López Botas, probablemente hoy la calle Mayor y su comercio no hubiesen alcanzado el alto prestigio que disfrutan.

Como dejó narrado el primer cronista de la ciudad, Domingo J. Navarro, en su delicioso libro escrito en 1895 Recuerdos de un noventón, podemos darnos cuenta de cuál era entonces el estado de nuestra ciudad, al decirnos: “Más de trescientos años se habían pasado desde la fundación de la Ciudad de Las Palmas y todavía conservaba la mezquina construcción de los primitivos tiempos y el aspecto morisco de las indolentes y sucias poblaciones del continente africano; calles estrechas y tortuosas con pisos de guijarros, de fango y de inmundicias; ninguna acera, ningún número de orden, ningún nombre de calle, ningún paseo y absoluta carencia de alumbrado público”.

Hasta mediados del siglo XIX, los límites de los dos importantes barrios de la ciudad no sobrepasaban, hacia el norte, la Plaza de San Bernardo. La arteria de Triana terminaba en los contornos de la calle Perdomo. El resto, incluyendo el tránsito rotulado hoy como Primero de Mayo, formaba parte de las amplias vegas que conectaban con las fincas que se extendían hacia las dehesas de los Arenales, que llegaron a ser frondosos vergeles muy apreciados por sus diversos cultivos de algarrobos y maizales.

En la franja donde se encuentra hoy la calle Bravo Murillo se extendía una antigua muralla de piedra, paralela al barranquillo de las Rehoyas, y un estrecho camino de tierra que daba paso hacia el castillo de San Francisco y la fortaleza de Mata. El cerramiento, con una puerta que daba acceso al camino del Puerto, obedecía a proporcionar protección a la ciudad y frenar en sus paredones las frecuentes tormentas de polvo de los cercanos Arenales para evitar que la tierra se adentrara en la población.

A tanta desolación y mal aspecto se añadieron los quebrantos que sufrió nuestra Isla a la largo de las primeras décadas del citado siglo XIX, al iniciarse la decadencia de Gran Canaria en 1819 con la segregación del Obispado de Canarias en dos prelaturas, con el correspondiente recorte de diezmos e intereses a las arcas insulares. También influyó la designación, lograda por la isla tinerfeña en 1833, de la capitalidad del Archipiélago con carácter definitivo, por lo que el pulso de nuestra economía fue progresivamente decayendo, hasta el extremo, de quedar la Isla completamente estancada. Los decretos de las desamortizaciones y la apertura del ciclo productivo de la cochinilla que se cría en los nopales isleños van a incidir para que Gran Canaria vuelva a levantarse de su triste letargo.

Las desamortizaciones jugaron un papel importante en nuestro desarrollo. Las nuevas leyes introducidas en el siglo XIX van a acabar con el sistema vinculante. La primera jurisprudencia se promulga el 27 de septiembre de 1820, tras la restauración de la Constitución de 1812, revalidada luego en el decreto de la Cortes de Cádiz del año siguiente. Las grandes deudas económicas del país decretaron desamortizar las inmensas propiedades de la Inquisición española que acababa de ser extinguida. También se incautaron, para ponerlos a la venta, los baldíos y bienes propios de los municipios. Otra norma que vino a representar un gran ingreso a las arcas del Estado fue el decreto que suprimió otras tantas instituciones, como los mayorazgos, capellanías, patronatos y las ordenes monacales. Todos sus bienes, muebles e inmuebles quedaron aplicados al crédito público, por lo que fueron declarados bienes nacionales sujetos a su inmediata desamortización y venta a fin de incorporarlos al mayor desarrollo económico del país.

Óleo del alcalde López Botas pintado por Tomás Gómez Bosch que se exhibe en El Gabinete Literario.

Hasta entonces, la actividad mercantil de Triana se desarrollaba en el cuadrilátero de las calles Remedios, Peregrina, Malteses y de su esquina al barranco del Guiniguada. De Malteses hasta lo que luego fue Parque de San Telmo, era un tránsito irregular lleno de curvas y abultadas panzas con modestas viviendas de mareantes, mariscadores, toneleros y algún que otro figón y bochinche de copas, como el regentado por mamá Tula, por lo que quedará para siempre rotulando el corto tránsito de su local con el nombre de Matula. En la esquina de la calle Perdomo se alzaba la Casa Pintada, el primer establecimiento de hospedaje de la ciudad. El resto eran fincas y huertas, muchas de ellas, en la segunda mitad del siglo, pertenecían al patrimonio de la familia del abogado Antonio López Botas, que va a ser, junto con el conde del a Vega Grande y el comerciante Juan Bautista Ripoche, uno de los mayores contribuyentes de la región.

Con la oportuna llegada al Ayuntamiento de don Antonio en enero de 1861 se va a producir el milagro del mayor desarrollo urbanístico que ha tenido nuestra capital a lo largo de los siglos de su existencia, cuyo beneficio fue proporcionado, todo hay que decirlo, por las citadas desamortizaciones, su desprendida generosidad y su gran amor a la ciudad que le vio nacer.

El primer gran proyecto que realizó nada más pisar el consistorio fue lograr la expropiación forzosa de varias fincas de la vinculación de los Hernández de Quesada que cubrían parte del tránsito hoy de Bravo Murillo valoradas en 6.159 reales para que aquel polvoriento sendero pudiera ensancharse y hermosearse, ya que hasta entonces el llamada Paseo de los Castillos era insuficiente. Y aunque luego el proyecto no pudo de momento materializarse hasta 1897, una vez acabado se rebautizaría con el nombre de Camino Nuevo. En el decreto municipal del edil sustituto, Juan Verdugo Pestana, lo deja bien puntualizado al decirnos que “teniendo en cuenta el incremento que va tomando la ciudad, el ayuntamiento se esforzará para poner de su parte cuanto sea preciso para embellecer el Paseo de los Castillos, acordando ensanchar el estrecho camino para convertir aquella zona en uno de los sitios mas hermosos de la ciudad, y el único, quizá, con capacidad suficiente para paseos y demás actos recreativos. Aquel paseo con el nuevo ensanche, -sigue diciendo la Corporación- con las preciosas vegas de los Arenales al norte, con el elegante cuartel de artillería que corona la montaña de Mata al poniente, con vistas al mar, y llamado en su día a ser el paseo favorito de la sociedad, merece la máxima atención por parte del Municipio, a fin de que tan hermosa avenida deje de ser un pedazo de carretera mal cuidada y se convierta en un paseo delicioso, con árboles y sitios para el descanso en toda su longitud”.

Pero la que va a representar, sin duda, la contribución ciudadana mas extraordinaria del alcalde López Botas fue la realizada al término de su mandato. Es el proyecto que se publica en 1868 para abrir la ciudad hacia el Norte. El equipo municipal por él presidido determinó que se hiciera en el área de todas aquellas huertas, junto con las aguas de riego que poseían, incluyendo las suyas y las desamortizadas, cincuenta solares para ponerlos a la venta al ventajoso precio de 200 reales cada uno para que con ese dinero se pudiera iniciar el trazado de nuevas calles con su imprescindible pavimentación y se acometieran las instalaciones de los servicios correspondientes. Se abrió la calle Pérez Galdós, cuyas huertas pertenecían parte al hospital de San Lázaro y al mayorazgo de la familia del Río. De igual modo se abrió la calle Viera y Clavijo para ser urbanizada sobre lo que habían sido terrenos de la familia de la Rocha. Y se empieza a ensanchar la calle de Triana y a corregir sus desniveles y panzas para que se fueran levantando las nuevas edificaciones.

Retrato de José Antonio López Echegarreta, el primer arquitecto grancanario.

Aún nuestro regidor municipal hizo más para que su gran proyecto se lograra. Al no contar la isla con arquitectos, ya que entonces la ciudad estaba en manos de los laboriosos y entendidos maestros de obras, había mandado a buscar a Caracas a su sobrino, José Antonio López Echegarreta, hijo de su hermano Luis Fernando, que va a ser el primer proyectista profesional que comienza a levantar las nuevas fábricas en nuestra ciudad. Una parte de su producción afortunadamente aún pervive y se sitúa entre las edificaciones de más prestigio de nuestra urbe. Como también las trazadas posteriormente por sus sucesores en aquella magnifica línea neoclásica, Laureano Arroyo y Velasco y Fernando Navarro y Navarro.

De aquel singular ensanche que había dotado a la ciudad de una calidad urbanística sin precedente, nació el interés de gran parte de la población, tan aficionada a la música, de que se consiguiera levantar el imprescindible teatro que se necesitaba, como fue el primitivo Tirso de Molina a orillas del barranco Guiniguada.

Tras el nuevo trazado de la calle y la consiguiente construcción de los nuevos edificios, fue cuando los comerciantes concentrados entre Malteses y el barranco fueron trasladándose y abriendo sus negocios en el remodelado pasaje. Se inauguraba en realidad la verdadera Calle Mayor.

El pionero y primer comercio de cierto relieve que abre sus puertas fue el del comerciante teldense, Francisco Bethencourt López, apodado Gallarispa, que se ubicará en el mismo centro de la vía, en el número 70, a quien sustituyó don José Corbacho López, y entre otros tantos comerciantes que instalaron allí sus tiendas a través de los años llegamos a los que en el mismo lugar abrieron los almacenes Arencibia, fundado por aquel formidable cuarteto de hermanos naturales de Firgas, Pedro, Manuel, Adolfo y Luis Arencibia Báez, y que será uno de los referentes mercantiles de aquel nuevo tránsito de la Calle Mayor que, casualmente, hace tan solo unos meses cerraron definitivamente la actividad.

Pero no solo fueron tenderos al por mayor y detall los que en Triana se establecieron, porque el tránsito se llenó de todo tipo de negocios y almacenes, como tiendas de calzado, droguerías, ferreteros, bazares, perfumerías, sastres, dulcerías, relojeros, ópticas, dentistas, joyeros, librerías, banqueros, y hasta una popular emisora de radio instaló allí sus transmisiones. De igual modo, en el nuevo paseo mercantil van a empezar a proliferar los ingleses, como los Miller, Swaston, Blandy, Houghton y Manly. Y cuando tuvieron que salir muchos comerciantes de otros países, como de la ciudad senegalesa de Dakar y de Monrovia donde muchos estaban establecidos, en Triana también abrirían sus tiendas indios y árabes, la mayoría libaneses, sirios y palestinos que darán al comercio insular un toque especial y variopinto con sus innovadas mercaderías.

Al paso de los años Triana se va a convertir en el epicentro del comercio del Archipiélago, ya que de todas las islas venían a la nuestra a buscar todo tipo de géneros, como los grandes comerciantes saharauis, que se trasladaban semanalmente a Las Palmas a comprar en Triana decenas de piezas de viscosilla para la confección de las chilabas de sus habitantes.

Aquellas consolidadas empresas primitivas que se iniciaron al despuntar el siglo XIX con la llegada de los mercaderes malteses, como los Azopardo, Inglott, Sortino y Parlar; franceses como los Ripoche, Boissier, Guersi y Gourié; mallorquines como Quegles; italianos como Carló e ingleses como los ya mencionados, se fue ampliando al ir llegando también a la zona mercantil nuevos empresarios europeos y peninsulares que instalarán sus negocios en las calles adyacentes, como los mallorquines de la calle Cano, Bosch, Sintes, Juan y Roca, la mayoría navieros y consignatarios, o los Cantero, Fiol, Piretti y los murcianos Antonio Gómez y Tomás Lozano.

La Calle Mayor de Triana en la década de 1920.

Posteriormente se dio el paso a una nueva saga de entendidos y prestigiosos empresarios que sustituirán a las firmas que fueron desapareciendo, como la de Manuel Padrón Espino, de Electro Bazar, siempre atentamente vigilada por su esposa Saba Cabrera, la de las hermanas María Luisa y Clara Ojeda Jardyn, que rotularon su comercio con el nombre de Tirma; la sombrerería de prestigio de Tomás Sánchez de la Coba, la Muñeca, los almacenes de Francisco Herrera Rodríguez, el de los hermanos Luis y José Rivero Domínguez, la ferretería del tinerfeño Alfredo Schamann Hernández, los grandes almacenes de Manuel Campos Padrón, el de Prudencio Lorenzo, el de los terorenses del pago del Palmar hermanos Rodríguez Cardona, y los comercios de Celso Ramos Texeira, José Romero, Francisco Hernández y de un largo etcétera. También sobresalieron establecimientos que ofrecían sus novedades en exclusiva, para caballeros, las firmas de Cárdenes, la de Jerónimo Domínguez y la regentada por Amparito Negrín Calero en su tienda rotulada con el nombre de Oriente, y para las señoras, aparte de los talleres de alta costura de Carmen Guedes y de los magníficos sombreros de Catalina, las novedades se exhibían en las tiendas de Inmaculada, la de Angelina Peñate, viuda de Machín, Modas Julia y Modas Doreste, regentada por las hermanas Francisca, María, Filomena y Belén Doreste Marrero, cariñosamente llamadas por su numerosa clientela “las niñas Doreste”, que traían en exclusiva sus novedades desde la ciudad francesa de París. En aquel sector también destacaban las mercancías de la inquieta y arrolladora Jovita Pérez, siempre arropada por su marido, don Valeriano González Quintero.

En el tramo final de Triana asimismo van a sobresalir una serie de comerciantes árabes que de igual modo alcanzaron mucha popularidad en el comercio local, como las firmas del pulcro caballero Manuel Alí Jaime, la de Selim Haddad, de donde salieron sus hijos los comerciantes Jorge y Rafaela Haddad Cabral; la de Jaime Muhamad, la de María Kury de Hanna y la de los populares y apreciados hermanos Hage, José, Jorge, Miguel y Luis, cuyo comercio fue fundado en 1934 por el patriarca y padre de todos ellos, Yousef Salím El-Hage. La serie foránea de los árabes la cerraba sobre en el mismo Puente de Palo la tienda de tejidos del comerciante de gruesas gafas de pasta Yrshed Said Abud, que castellanizó su onomástica por el nombre de Santiago, y cuya primera esposa, Sinforosa, lo dejó viudo al poco de llegar al fallecer a la tierna edad de 20 años.

Hoy el tradicional comercio de tantos años ha tenido que cerrar definitivamente sus puertas y dar paso a otro tipo de negocios. Los nuevos tiempos, las transacciones, los alquileres y las obligaciones tributarias han impuesto la actividad de las franquicias, que son la serie de tiendas internacionales especializadas y tiendas online, cuyo principal objetivo es crear comercios electrónicos que buscan la clave en ser fuertes en el marketing digital.

Enhorabuena, pues, a la entrañable y querida Calle Mayor de Triana y su comercio, y que sigan dando prestigio, a pesar de las lamentables circunstancias actuales, para continuar figurando como la mejor zona mercantil de nuestro país.

No queremos terminar esta crónica sin referirnos nuevamente al gran alcalde Antonio López Botas, que invirtió todo su cuantioso patrimonio y el de su familia en beneficio y mejoras de la ciudad. Antes los ediles no tenían sueldo oficial y el cargo les costaba dinero. Su desprendimiento le llevó con el tiempo a la ruina, y como un inmigrante más tuvo luego que marcharse a Cuba a buscarse la vida, gracias a que otro magnifico grancanario, como fue Fernando de León y Castillo, le consiguió una ocupación para que fuera tirando de Fiscal del Tribunal de Cuentas de La Habana, en donde ya la administración cubana era un foco de corrupción y el grancanario en realidad fracasó. Murió en aquella isla en la mayor soledad en abril de 1888 sin haber tenido a su lado el consuelo de la familia que tuvo que dejar esperándole en nuestra ciudad y que le suplicaba desesperadamente que retornara de nuevo a su país, a la ciudad que tanto amaba y a la que le proporcionó todo cuanto tuvo.

Ante la memoria del alcalde Antonio López Botas, los isleños agradecidos nos tenemos que quitar el sombrero.

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