Don Domingo José Navarro Pastrana falleció el día de Navidad de 1896; los periódicos de Las Palmas recogieron en sus páginas la triste noticia sin escatimar elogios al ilustre difunto. El ayuntamiento asumió la organización de su entierro y del funeral, que se celebró el 26 de enero de 1897. La oración fúnebre corrió a cargo de un joven sacerdote, José Feo Ramos, que llegaría a ser presidente honorario de El Museo Canario. La misma jornada el alcalde accidental, Rafael Massieu y Falcón, vicepresidente de la sociedad científica, descubrió una lápida colocada en el antiguo callejón de la Vica, travesía que a partir de entonces sería conocida por calle Domingo J. Navarro.

Nuestra ciudad conserva la memoria del ilustre galeno porque su nombre rotula esa vía, trazada para comunicar el risco de San Nicolás con la calle mayor de Triana. Anteriormente, como se comprueba en la colección de fotografías del siglo XIX conservadas en El Museo Canario, ese trayecto se realizaba por el serpenteante camino de la Vica, que atravesaba las huertas que ocupaban la superficie de la actual avenida de Primero de Mayo, hasta llegar a la calle mayor. Ese camino permitía a los roncotes que residían en los riscos de San Nicolás, San Francisco y San Lázaro trasladarse hasta el entorno de la ermita de San Telmo, patronato del gremio de mareantes, en cuyas cercanías construían y guarecían sus naves pesqueras.

La nueva calle Domingo J. Navarro, al contrario que su antecesora, ofrece un diseño recto y bien alineado, con elegantes construcciones realizadas por arquitectos prestigiosos como Laureano Arroyo y Fernando Navarro, sobrino nieto de D. Domingo, que proporcionan un aspecto ordenado y regular a la vía. Se levantaron casas de dos o tres plantas, con huecos simétricos, azoteas practicables, patios y, en algunos casos, jardines interiores. Construcciones ventiladas y saludables, muy acordes con los consejos higiénicos que el Dr. Navarro se había preocupado de proporcionar a sus conciudadanos.

Don Domingo J. Navarro debía buena parte del gran prestigio del que disfrutó entre sus contemporáneos a su valiente y decidida actuación durante la terrible epidemia de cólera de 1851. Cuando la infección se declaró en nuestra ciudad, una gran parte de los habitantes emigró para librarse del contagio. Los cronistas destacaron que el doctor Navarro permaneció siempre en su puesto, incansable en proporcionar los auxilios de su ciencia, las palabras de consuelo y el socorro material a los pobres a quienes facilitó toda clase de recursos. La reina Isabel II lo condecoró con la Gran Cruz de la orden de Isabel la Católica.

Había nacido el 20 de septiembre de 1803, undécimo y último hijo del matrimonio formado por Luisa Pastrana Gil y José Antonio Navarro López, próspero comerciante y armador. Fue bautizado como Domingo José Eustaquio en el Sagrario Catedral. Sus primeros estudios los realizó en el Seminario Conciliar, donde aprendió latín, matemáticas, metafísica y física. A fines de septiembre de 1828 partió para Barcelona a realizar sus estudios de Medicina. Al mismo tiempo que cursaba el primer año de carrera, se preparaba para obtener el grado de bachiller en Filosofía, cuyo título le fue expedido en 1829. Era todavía estudiante cuando, con motivo de la epidemia de 1833, el Ayuntamiento de Barcelona lo nombró controlador del hospital de coléricos. Una vez obtenido el título de licenciado en Medicina y Cirugía, sus maestros le aconsejaron que se quedara en aquella población, pero prefirió ejercer su profesión en su tierra natal.

En 1837 regresó a Las Palmas. Aquí fue nombrado médico titular de la ciudad y del hospital provincial de San Lázaro. Desde que se instaló en la isla se convirtió en un personaje respetado y admirado. Como señaló Francisco Cabrera y Rodríguez, bibliotecario de El Museo Canario, constituiría una tarea larga y difícil citar todos los cargos que desempeñó y las sociedades y juntas a las que perteneció. Podría decirse que tuvo parte activa y fundamental en todas las corporaciones de su isla natal.

Entre las numerosas responsabilidades que asumió pueden mencionarse su actividad docente como catedrático en el Seminario Conciliar, en el Colegio de San Agustín y en el Instituto de Segunda Enseñanza de Gran Canaria, establecimiento del que también fue vicedirector. Ejerció como censor de la Real Sociedad Económica de Amigos del País desde el año 1886 hasta su fallecimiento. Fue nombrado académico honorario de la Academia Provincial de Bellas Artes, presidente del Gabinete Literario, diputado provincial, presidente de la Academia de Ciencias Médicas y de la junta provincial de la Cruz Roja, etc.

Su dilatada trayectoria de servicio a su comunidad explica que la Sociedad Científica El Museo Canario lo eligiera como su primer presidente en 1879, cargo que ejerció hasta su fallecimiento en 1896. Considerado un orador de palabra fácil, elegante y reposada, su ciudad le debe dos textos fundamentales para comprender su evolución histórica: Recuerdos de un noventón: memorias de lo que fue la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria a principios del siglo y de los usos y costumbres de sus habitantes y Consejos de higiene pública a la ciudad de Las Palmas, publicados a finales del siglo XIX, de los que se han realizado numerosas ediciones, las últimas ya en el siglo presente. Su nombre también rotula una de las salas de la primera planta de El Museo Canario.

Había casado en 1838 con Agustina Torrens Pérez, nacida en 1822, tía de Diego Ripoche y Torrens, uno de los fundadores de El Museo y eficaz colaborador del doctor Chil desde París. El tercero de sus diez hijos fue Andrés Navarro Torrens, también médico, nombrado presidente honorario de El Museo Canario en 1917.