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opinión

La experiencia cristiana en la actualidad

Esta Semana Santa que hemos comenzado parecería que va a ser un poco “descafeinada” porque las medidas sanitarias que se han adoptado ante el avance de la pandemia impedirán las manifestaciones de fe con el relieve de siempre: procesiones, actos de piedad en la calle, aglomeraciones, aforo de los templos, los cantos, olivos, velas… se verán afectados o suprimidos ante la grave situación por la que atravesamos. Podría llegar a pensarse que este virus “no respeta nada, ¡ni lo más sagrado!” y que la fe se ha visto “tocada en su línea de flotación”. Pero nada más lejano a la vivencia real de un cristiano en el Tríduo Pascual.

En realidad, los misterios de la vida de Cristo que se celebran en Semana Santa son lo auténticamente cristiano y representan el “todo” de la fe (experiencia, doctrina, vida…) que no puede agotarse en sus manifestaciones y al mismo tiempo está presente en todas ellas, bien de manera sacramental, bien como memoria del acontecimiento. Como indicaba el famoso teólogo H. U. von Balthasar: “toda la doctrina cristiana procede de la experiencia de la resurrección de Cristo”. De hecho, lo que celebramos los cristianos en cualquier momento del año y con cualquier motivo siempre es el mismo Misterio pascual: pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Por eso, pensar que se trata de una celebración pobre de la Semana Santa porque faltan muchos elementos, tradiciones históricas o manifestaciones habituales de la fe es pensar sin fe o, al menos, sin saber qué es la fe.

Aunque hasta hace un tiempo casi todo el mundo en Europa tenía una idea sobre la fe y una cierta familiaridad hacia los elementos propios del credo cristiano, hoy la cosa ha cambiado y son muchos los que identifican el cristianismo con una serie de manifestaciones externas pero desconocen los aspectos esenciales que las han originado y que de manera separada o aislada pierden su sentido.

El cristiano cree que Jesucristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre por amor y que murió y resucitó por nosotros para ofrecernos la plenitud de la vida. Este es el objeto de la fe y todo lo demás es condición o consecuencia de esta creencia. Esto es lo que celebramos de una manera particular – sacramentalmente – en Semana Santa. Y lo hacemos en cualquier situación y con las circunstancias que sean. Momentos duros y difíciles como los que nos está tocando vivir en esta pandemia no son un obstáculo para celebrar nuestra fe, sino al contrario: revitalizan una aproximación a lo esencial y nos hace celebrar la cercanía y la entrega de Dios con más sentido que nunca.

Cuando Jesús muere en la cruz no lo hace en un mundo “color de rosa”. Los primeros cristianos al describirlo apuntan a un mundo de tinieblas, de terribles crueldades y de enorme fragilidad; un mundo necesitado de salvación. Han pasado más de dos mil años, pero no creo que haya alguien que no pudiese apropiarse de la misma descripción para aplicarla a nuestro mundo contemporáneo. La reciente carta encíclica del Papa Francisco (Fratelli tutti) en la que describe el asombro por un nuevo milenio en el que se agudiza “la cultura del descarte”, en el que se continúa ignorando los derechos humanos o en el que se hacen patentes los fracasos para conseguir una amistad social y una fraternidad universal, evidencian que seguimos necesitando mirar a la cruz y “revivir” la experiencia de fe en un Dios que “lo apostó todo” para liberarnos y enseñarnos un camino distinto.

Este año no habrá procesiones ni concentraciones masivas, pero la fragilidad, la crueldad, la incertidumbre y el individualismo siguen presentes en nuestro mundo; tiene tanto sentido como siempre o quizá más que nunca, celebrar la oferta de salvación de Cristo, experimentar un amor incondicional por lo humano y por eso, tan divino, regenerar la esperanza pascual de que, a pesar de todo, sí tenemos remedio y al fin, entender que en ninguna circunstancia, tampoco en el momento actual, estamos solos y a nuestra suerte, sino que Dios nos acompaña por el tortuoso camino hacia la plenitud.

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