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Andrés Navarro Torrens en el callejero de la capital grancanaria

Andrés Navarro Torrens

Andrés Navarro Torrens (1844-1926), médico de profesión, nació el 23 de junio de 1844 en la casa número 17 de la calle de los Balcones, en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria.

Hijo del también galeno Domingo José Navarro y Pastrana (1803-1896), fue el tercero de los diez hijos que alumbró Agustina Torrens Pérez (1822-1897) y contrajo matrimonio en 1884, a la edad de cuarenta años, con Rosa Manly de Azofra (1852-1933), con quien tuvo tres descendientes de los que le sobrevivieron dos (Gustavo y Andrés).

Con cuatro años inició sus estudios de parvulario en una escuela privada, cercana a su vivienda, regentada por la «señora Agustinita» y ubicada en la entonces calle de la Gloria –hoy Agustín Millares–, y con cinco y medio, en 1850, entró de externo en el colegio internado de San Agustín, centro inaugurado en 1845 por iniciativa del Gabinete Literario que destacaría por el elevado nivel de sus enseñanzas. En 1861, con 17 años, finalizó el bachillerato, y en 1862 ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid. Entre 1867 y 1868 concluyó la carrera y, tras ampliar sus estudios en París, regresó a Las Palmas.

Desde entonces, su vida profesional y personal discurrió entre la sanidad, la docencia y la museología. Así, fue médico titular en diversos centros y localidades de la isla, culminando su carrera con los nombramientos de director de Sanidad Marítima en 1877, –cuya misión consistía en visitar los buques y sus tripulaciones con el fin de proteger la ciudad contra la introducción de enfermedades epidémicas– y de director de Higiene Pública en 1899. En paralelo, fue profesor a tiempo parcial en el Instituto Local de Segunda Enseñanza, a partir de 1872, y en el colegio de San Agustín, a partir de 1876; y socio fundador de El Museo Canario, en 1879, en cuya Junta Directiva se mantuvo activo con cargos diversos, como los de vicepresidente segundo, vicepresidente primero, conservador inamovible y socio de honor.

Disfrutó de dos aficiones desde su infancia, el dibujo y el cuidado por los animales, que mantuvo constantes a lo largo de su vida. En la primera destacó, siendo reelegido como subinspector de la Academia de Dibujo en 1877, y a causa de la segunda, surgida tras contraer el cólera de 1851, acumuló infinidad de animales en su niñez (un carnero, una cabra, palomas, gallinas, pavos, periquitos…). Con posterioridad, participó activamente en la política mediante abundantes suscripciones y proyectos para obras civiles, entre las que cabe resaltar el jardín que proyectó y ejecutó frente a la iglesia de San Telmo en 1876 y su nombramiento como director de Arbolado y Jardines Públicos en 1891.

Es muy posible que dos hechos dejaran algún tipo de huella en su vida: el cólera de 1851, epidemia que tanto afectó y diezmó a la población insular y, consecuentemente, a su familia, y el viaje a México que realizó en 1888 con la esperanza de hacer fortuna, que no logró. La trascendencia del primer episodio quedó reflejada en Mis memorias, documento inédito que escribió con sesenta y ocho años y medio, cuyo capítulo a este respecto es de una enorme extensión; y el viaje desafortunado que emprendió quedó plasmado a través de un diario que redactó y que fue publicado en 1991 por el Cabildo Insular de Gran Canaria con el acertado subtítulo Diario patético de un emigrante.

Casi cien años han transcurrido desde su fallecimiento, y el paso del tiempo permite aventurar enormes paralelismos entre nuestro protagonista, Andrés Navarro Torrens, y su padre, Domingo José Navarro y Pastrana. Ambos fueron médicos; cada uno lidió, profesionalmente, con la epidemia que por fechas le correspondió, el cólera de 1851 y la gripe de 1918; sus comportamientos ejemplares les valieron la condecoraciones de la Gran Cruz de la orden de Isabel la Católica, en el caso del padre, y de la Gran Cruz de Beneficencia, en el del hijo; uno y otro impartieron docencia y participaron con ahínco en modernizar la sociedad de la que formaron parte; a juzgar por sus respectivas memorias, compartieron el mismo sentido del humor; la ciudad de Las Palmas los ha reconocido como personajes relevantes de su historia dedicándoles sendas calles; y, finalmente, fueron socios fundadores de El Museo Canario, destacados miembros de su Junta Directiva y grandes contribuyentes en la formación de sus colecciones. La dedicación de estos dos personajes a esta institución culminó en 1932, fecha en la que una de las salas de la exposición permanente de este centro museístico pasó a denominarse «Sala Navarro».

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