«…Se ha dispuesto que la nueva calle, prolongación de la de San Francisco, desde la plaza de San Bernardo hasta su empalme con la carretera del Norte, lleve el nombre de Pérez Galdós en honor al eminente novelista, hijo de esta ciudad…». El día 9 de octubre de 1883, entre las columnas de El liberal fue incluida esta breve reseña a través de la que los lectores del periódico fueron informados del acuerdo tomado por el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria. A partir del momento en que se dio a conocer la noticia de la apertura y nominación de la nueva calle, los editoriales y artículos de la mayoría de los rotativos publicados en la urbe –El siglo XIX, El pueblo, etc.– se ocuparon del tema de manera extensa porque el autor de Marianela era considerado ya en ese momento «…gloria de Las Palmas y de la literatura nacional». No puede resultar extraño, por tanto, que en 1883 fuera todo un acontecimiento de alcance que la vía que se había nombrado hasta entonces «prolongación de la calle de San Francisco» –actual tramo comprendido entre la plaza de San Bernardo y la calle de Bravo Murillo– pasara a ser rotulada con el nombre de Benito Pérez Galdós. Era tal la estima en que se tenía en su ciudad natal a «aquel admirable pintor de la vida humana» que, desde las páginas de El siglo XIX, se llegó a proponer que el nombre de Galdós se hiciera extensivo, además de a su prolongación, también a la propia calle San Francisco. Esta iniciativa nunca prosperó, quedando la longitud definitiva de la vía restringida a los 350 metros coincidentes con la idea originalmente planteada por la municipalidad. A pesar de todo, y aunque en 1883 aún no se adivinara, la nueva calle Benito Pérez Galdós estaba destinada a ser una de las principales vías de expansión de la ciudad hacia el norte.

En el momento en que se le tributó este homenaje en el callejero de su urbe de origen, Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920) –que residía en la capital de España desde la década de 1860–, contaba con 40 años. Ya había llevado a la imprenta, entre otras obras, La Fontana de Oro (1870), Doña Perfecta (1876), Gloria (1877), Marianela (1878), La familia de León Roch (1878), La desheredada (1881), El amigo Manso (1882) y El doctor Centeno (1883), además de las veinte novelas que integraban las dos primeras series de los Episodios Nacionales (1873-1879). Era, por tanto, un literato de reconocido prestigio cuya obra y celebridad habían traspasado las fronteras españolas. En este renombre y popularidad hay que buscar el origen de que el escritor, el mismo año en que fue concedido su nombre a una calle en Las Palmas de Gran Canaria, fuera objeto de dos homenajes en Madrid, actos en los que se contó con la presencia de personalidades tan relevantes como Emilio Castelar y Antonio Cánovas. A estas muestras de admiración hay que sumar la celebración, también en 1883 pero en la capital grancanaria, de una velada literario-musical en su honor. En este acto, organizado por el Gabinete Literario y El Museo Canario, participaron de una manera activa Gregorio Chil y Naranjo y Agustín Millares Torres, director y vicepresidente de la Sociedad Científica respectivamente.

Este primer vínculo con El Museo Canario puede considerarse un anticipo de la enorme presencia que en la institución museística tendría el novelista en el futuro. Esa relación se comenzó a estrechar once años después de haberse concedido su nombre a la calle y de haber sido celebrado aquel festejo en su honor. Así, el 29 de octubre de 1894, en el transcurso del último viaje que realizó a Gran Canaria, el escritor tuvo la oportunidad de recorrer las salas de un museo canario que en aquel entonces ocupaba unas dependencias en la planta alta de las antiguas casas consistoriales de Las Palmas de Gran Canaria. Una sencilla pero sentida exclamación –«¡Qué hermoso es El Museo Canario!»– recuerda en el libro de honor institucional la visita del novelista.

En 1904, diez años después de aquel viaje, mientras se hallaba entregado a la publicación de la cuarta serie de los Episodios Nacionales y era estrenada su versión teatral de El abuelo, Galdós regresó al museo. Pero fue este un retorno literario. El escritor nos visitó a través de sus propios escritos. Los borradores de El sol (ca. 1860), Un viaje redondo (1861) y Un viaje de impresiones (1864), esos primeros textos que forman parte de su «prehistoria literaria», pasaron a ocupar un lugar de honor ente los anaqueles del archivo del museo a raíz de la donación efectuada por Teófilo Martínez de Escobar, entonces presidente de la institución y antiguo profesor del escritor. A estas verdaderas joyas literarias se sumarían con posterioridad 275 cartas autógrafas fechadas entre 1880 y 1890, una libreta de voces canarias y un cuaderno de caricaturas. A través de este rico material no solo podemos descubrir la relación del escritor con sus editores –especialmente con Miguel H. de Cámara– y el progreso en la redacción y publicación de sus obras, sino que también pueden estudiarse aquellas otras expresiones artísticas que, como el dibujo, desarrolló a lo largo de su vida.

Pero, al margen del valor que presentan estos documentos para la reconstrucción de la trayectoria descrita por el autor de Fortunata y Jacinta, no es menos interesante subrayar el hecho de que, aunque desde 1964 estén conservados en la Casa-Museo Pérez Galdós, durante algunos años El Museo Canario contó con dos símbolos de la existencia del literato: la cuna en la que durmió tras su nacimiento –depositada en 1943 por Ignacio Pérez Galdós y Ciria–, y la cama en la que expiró, donada en 1920 por José Ambrosio Hurtado de Mendoza. Desde aquella cuna, el 10 de mayo de 1843, aquel niño comenzaría a observar el mundo que le rodeaba, una realidad que en el futuro se convertiría en la fuente de inspiración de su prolífica obra literaria: más de 78 novelas y una veintena de obras de teatro, así como un buen número de cuentos y ensayos. La mirada del escritor, su realidad y sus inquietudes residen en cada una de esas historias que narró, que, aunque inspiradas en la vida real y habitadas por personajes literarios, se transforman en narraciones extraordinarias. Porque, tal como él mismo afirmaba, «imagen de la vida es la novela».

Hoy, cuando estamos en la víspera de la celebración del 178 aniversario de su nacimiento, recordamos a aquel observador minucioso y reflexivo, a aquel pintor admirable de la vida humana. Su memoria está reunida en nuestra ciudad en instituciones culturales y científicas. Su imagen es recordada a los viandantes en forma de escultóricos retratos conmemorativos, obras, entre otros, de Victorio Macho y Pablo Serrano. Su nombre, transformado en calle, recorre la ciudad, y convertido en plaza, en el barrio de Schamann, sirve de punto de partida para numerosas vías bautizadas con nombres de sus personajes más célebres. Sus dramas han tenido como escenario el teatro que lleva su nombre. Muchos jóvenes han estudiado en el instituto que en 1920, tras la muerte de don Benito, pasó a denominarse Pérez Galdós. Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad galdosiana. Una ciudad que, a pesar de la ausencia, fue siempre recordada por Galdós. Ante una pregunta sobre su origen formulada en 1914 por un periodista, contestó: «¿Que de dónde soy? Eso lo sabe todo el mundo ¡De Las Palmas!».