La Provincia - Diario de Las Palmas

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Una vida de servicio a los humildes

El reconocido abogado penalista y comunista Pedro Limiñana Cañal

poseía un carácter que combinaba personalísimamente expansividad y reserva

Pedro Limiñana, a la derecha de la imagen junto a Arón Cohen (centro) y Joaquín Sagaseta (izquierda).

En cuanto Pedro Limiñana Cañal intervenía en una reunión se ponían de manifiesto las dotes enormes del dirigente que él nunca quiso ser. El abogado penalista y comunista, que falleció en la capital el pasado 29 de mayo a los 73 años, poseía un carácter que combinaba expansividad y reserva. Entre sus amigos queda el recuerdo de un intelectual cuya ausencia deja una terrible sensación de vacío.

Son estas las líneas que, por varios motivos, uno hubiera deseado no tener que escribir jamás. El más evidente, desde luego, es la tristeza que produce perder a alguien con quien, durante medio siglo, constante e ininterrumpidamente, en la proximidad y en el hábito de nuestras comunicaciones a distancia, sostuve una amistad que, dicho sin la menor exageración, se hizo plenamente fraternal. El segundo motivo de recelo es el temor a que, especialmente por tratarse de Pedro Limiñana, las palabras de testimonio que pueda encontrar parezcan simplemente seguir el guión elogioso más frecuente en este tipo de notas; sincero y justificado, seguramente, casi siempre, pero que, tal vez por ello, escapan difícilmente a la reducción del rito. Además, cuantos tuvimos la suerte de tratarle, tenemos pruebas sobradas de su proverbial discreción y su muy sentida aversión al halago. Por ello, inevitablemente, recordarle aquí me deja una incómoda sensación de «traición» a ese rasgo permanente de su carácter.

Compañero de ideales, combates y no pocos viajes; amigo siempre, hermano de hecho. La ciudad de Granada, su universidad, las agitaciones estudiantiles de los últimos años de dictadura y después el PCE nos acercaron. Unos años mayor que yo, a mis oídos habían llegado referencias de él antes de que nos conociéramos. De un carácter que combinaba personalísimamente expansividad y reserva, no podía pasar desapercibido. En su caso, las primeras impresiones que inspiraba no engañaban en absoluto. Con el transcurso de los años, se confirmaron con creces y se reforzaron. Inteligencia, valentía, preparación, finura de análisis; claridad, brillantez y rigor de sus exposiciones; sencillez y un enorme caudal de simpatía hacían de Pedro Limiñana una persona absolutamente entrañable, mucho más allá de cualquier círculo de afinidad ideológica. Hombre de probadas convicciones comunistas, continua e inseparablemente alimentadas con la reflexión y el estudio. Hasta el final. Sin concesiones a dictados y modas sobre «lo correcto». Tampoco a ningún modo sectario ni a sus sujeciones a cualquier mal entendido principio de jerarquía. Son éstas, huelga decirlo, servidumbres clásicas de tantas organizaciones (¡no solo políticas ni únicamente comunistas!), con razón denunciadas a veces; y, también, componentes frecuentes de los relatos de ex comunistas reacomodados en otras capillas. En Perico, se trataba exactamente de lo contrario: fue siempre un hombre crítico por ser comunista. Lector insaciable, conocía perfectamente la materia de la que hablara. No se prodigaba en las reuniones, pero sus intervenciones no dejaban nunca indiferente. Enseguida se ponían de manifiesto las dotes enormes del dirigente que él nunca quiso ser.

Muy joven, en Granada, hubo de asumir importantes responsabilidades en la organización de un PCE severamente golpeado por la represión franquista a comienzos de la década de los setenta. Conoció varias detenciones y encarcelamientos. Captó muy pronto el peligro de desnaturalización y liquidación del PCE que implicaba la pendiente oportunista impuesta desde su dirección y se opuso firmemente a ella.

Pedro Limiñana fue un verdadero intelectual, en el sentido más noble del término: de los (no muy frecuentes, por desgracia) que, parafraseando a Marc Bloch, puede cabalmente decirse que no «prefirieron confinarse en la temerosa quietud de sus talleres». Nadie más alejado que él de cualquier manifestación de artificiosidad o pedantería. Las captaba al vuelo y las desarmaba con su habitual amabilidad y su sonrisa, que en él era casi un estado natural, siempre a punto para dar rienda suelta a una risa contagiosa. Ninguna lucha popular, en cualquier parte del mundo, le era ajena. Su defensa, siempre documentada, de los procesos de cambio «de todo lo que debe ser cambiado» no se refugiaba en elucubraciones de papel ni se limitaba a los lamentos por las experiencias dolorosamente aplastadas. Hizo suyas, abiertamente, las banderas de las revoluciones triunfantes y resistentes, las de carne y hueso; aquellas que, como dijo el maestro de historiadores que fue Ernest Labrousse, cuando se producen, no dan alegría al «revolucionario medio»: en primer plano hoy, la revolución cubana y la revolución bolivariana en Venezuela, el país cuya sociedad tan bien conocía, donde había transcurrido, en compañía de su familia, buena parte de su infancia y su adolescencia.

En los años noventa del siglo pasado, en medio del «gran salto atrás» que siguió a la desaparición de la Unión Soviética, quien había sido Secretario General del Partido Comunista Portugués, Álvaro Cunhal (referencia política e intelectual de primera fila para Pedro y para no pocos comunistas españoles), recordaba en una entrevista que las experiencias de construcción de nuevas sociedades, encaminadas hacia la liberación de toda forma de explotación y de opresión, apenas debían considerarse en sus comienzos, contextualizadas en la evolución histórica de la humanidad. Hay cualidades de luchadores que uno querría anticipadoras de esa «nueva humanidad». En nuestras generaciones, hasta donde conozco, sin la menor duda, Pedro Limiñana fue, por lo menos, uno de los mejores.

Su generosidad y desprendimiento no tenían límites. Todavía en Granada, contribuyó por todos los medios imaginables a la apertura del primer despacho de abogados de la provincia al servicio de la clase obrera: el que iniciaron Miguel Aceytuno y Fernando Sena. Recordar que él me dio a conocer, entre otras muchas obras, aportaciones señeras de la historiografía cubana y latinoamericana (Fernando Ortiz, Julio Le Riverend, Moreno Fraginals, Brito Figueroa…) exige añadir que sus recomendaciones venían acompañadas de los libros de regalo.

Hace dos semanas, una antes de su ingreso en hospital, hablamos por teléfono. Llevábamos algunas sin hacerlo. Evitaba mostrarse cuando los problemas de salud arreciaban. Me confirmó que había estado mal y que seguía «regular». Su voz no tranquilizaba, pero no faltó la carcajada. Comentamos algunas iniciativas compartidas y le anuncié mi intención de ir a Canarias dentro de unos meses para hablar más a fondo de una de ellas (un proyecto de libro). «Sí, más adelante», me dijo.

Pedro, don Pedro o Perico: a sus muchos amigos su ausencia nos deja una terrible sensación de vacío. Vaya un abrazo especial a su hermano, José María, y a sus hijos: Álvaro, Pedro y Alejandro. También a sus compañeros del despacho de abogados que, hace solo tres meses, había visto irse a otro buen amigo, Quino Sagaseta, y no hace muchos años a Félix Parra: puedo imaginar cómo están viviendo esta pérdida.

Nos costará acostumbrarnos. Nos ayudará el inolvidable ejemplo de coherencia, lucidez y contagiosa alegría de vivir que nos deja Perico.

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