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ANÁLISIS

Aquellos aromas de la Plaza de Tamaraceite

La plaza de Don Ceferino Hernández fue hasta hace no muchos años el centro sociocultural y comunitario donde más relaciones sociales se hacían

Un grupo de niños disfrutan de un día en fiestas. LP/DLP

El pasado es la única cosa muerta cuyo aroma es dulce. Esta frase, que no es mía sino del escritor británico Eduard Thomas, podría ser el resumen de lo que les quiero contar hoy, y que no es un lugar físico, es aroma y recuerdos, momentos de encuentro y despedida, de llantos y risas. Y seguramente me darán la razón al finalizar la lectura.

La Plaza de Tamaraceite, llamada de Don Ceferino Hernández fue, hasta no hace muchos años, el centro sociocultural y comunitario y donde más relaciones sociales se hacían. Don Ceferino Hernández, sacerdote de nuestro pueblo, donó los terrenos para construir el templo parroquial y la plaza, allá por los años 20 del siglo pasado, de ahí le viene el nombre a este lugar carismático. En La Plaza se daban cita eventos de diferente índole: verbenas, lugar de descanso al final del famoso paseo, fiestas de carnaval, celebraciones litúrgicas, lugar de juegos para los niños, y para los no tan niños también era la ideal para andar “moceando” después de salir de misa o del cine.

Llegada del obispo Antonio Pildáin y Zapiáin a la plaza de la parroquia de Tamaraceite. | | LP/DLP

Para quienes no conocimos ese aspecto de la plaza, cuentan nuestros mayores que en los años cincuenta el suelo estaba construido de baldosas de cantería, y de lo que más orgulloso estaban los tamaraceiteros era de los balaustres que le daban «señorío». Pero también contaba con un cuidado parterre donde no faltaba la pita savia, los hibiscos y las flores. Hoy en día está «ahogada» literalmente por grandes laureles de indias que trajeron la familia Medina Nebot y uno de ellos estaba plantado en los jardines de su propia casa.

Una carrera ciclista en la carretera general de Tamaraceite. | | LP/DLP

La luz la daban unas humildes farolas que apenas alumbraban y que eran aprovechadas por las parejitas para tener sus conversaciones más íntimas. Estas mismas farolas fueron espectadoras de muchos acontecimientos religiosos y lúdicos: procesiones y desfiles de variedades; vía crucis y verbenas; alfombras de Corpus y carreras de sacos; la quema de Judas y gymkhana automovilística; primeras comuniones y obras de teatro.

Las viviendas que rodean la plaza, la de Don José Villegas, la de Mariquita González y la de Don José Hernández, les dan solemnidad por su arquitectura y si a esto le unimos la iglesia parroquial con sus melódicas campanas que eran las que marcaban el tiempo de jugar o de volver a casa del trabajo desde las múltiples fincas que rodeaban al pueblo. Tres tañidos seguidos a eso de las siete de la tarde era el toque de “Ánimas”, momento de recogerse, ya nadie salía de casa. A las doce del día se tocaba el “Ángelus” y los hombres regresaban de las fincas de plataneras donde trabajaba la mayoría de los habitantes de la zona. Y si algún vecino moría, el “doblar” de las campanas lo anunciaba con serenidad. Bien es verdad que la seguridad, tranquilidad y respeto permitían que los vecinos pudieran pasear por la plaza hasta casi la medianoche.

La Plaza, siempre presente, ofrecía su escalinata para la tradicional foto de grupo que muchos tenemos todavía en algún lugar privilegiado de nuestra casa, sobre todo en las fiestas, donde se utilizaba para los juegos infantiles que se convertían en verdadera competición: carreras de sacos, el juego de la cuchara, las cintas. Muchos de los juegos tradicionales que aquí se realizaban eran un verdadero documento etnográfico de nuestra cultura.

Los bailes populares

La plaza era el lugar preferido para las verbenas y los bailes y el olor del pan caliente de los hornos cercanos, de los calamares fritos de Fiíta o del bar de Vicentito que impregnaban el espacio de un aroma muy especial. Los bailes populares en Tamaraceite se realizaban en dos sitios, principalmente. Uno era en la Sociedad, donde no podía entrar cualquiera porque la entrada era limitada, y el otro lugar era la Plaza. Esta era apta para todas las edades y públicos, así que cuando llegaba la tarde y las fiestas, jóvenes y adultos no se perdían los bailes y las verbenas. Muchas de las parejas que actualmente rondan los ochenta años se conocieron en estos inolvidables bailes, al que había que llevar siempre a la entrañable madre como carabina, que vigilaba con gran esmero todos los movimientos y actitudes de sus hijas.

La entrada no era libre sino que había que abonarla, pero eran sólo los hombres quienes debían hacerlo. Para evitar que alguno se colara, la plaza se cerraba en los accesos con maderas y bidones mientras el guardia se mantenía cerca de estas entradas para que nadie entrara sin pagar. El escenario se montaba en el primer tramo de escalera, sin la aparatosidad de nuestros días con material técnico, luces, sonido e incomodidades. La sensación de aquella etapa era la orquesta Tropical, a la que bastaba el portabultos de un coche para transportar sus instrumentos, que hacía las delicias de las veladas nocturnas. Con el tiempo esta emblemática orquesta dio paso a otra que también se hizo muy popular, Los Covina. Y así de lento y dulce transcurría el tiempo en esta plaza. Ésta, junto con el fútbol, el Cine Galdós y la Sociedad de Recreo conformó los momentos de diversión de las gentes del pueblo, ahora barrio, durante muchos años y hoy en día yace moribunda y descuidada. Si nuestros antepasados levantaran la cabeza y la vieran así...

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