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La epidemia que asoló Gran Canaria

La capital y la Isla vivieron hace 170 años el terror del cólera, enfermedad que dejó 5.500 muertos en tres meses

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El cementerio de Vegueta, testigo de las epidemias históricas en Gran Canaria. Juan Castro

Gran Canaria y su capital estuvieron sumidas tres meses en el terror en tiempos del cólera. Aquel verano de 1851 falleció el 15% de la población de la ciudad; hoy apenas queda rastro de lo ocurrido.

«Tuvieron que sacar a los presos de las cárceles para recoger a los cadáveres que había tirados por las calles». Así describe el arqueólogo David Naranjo Ortega la situación desoladora que provocó la epidemia de cólera morbo de 1851 en Las Palmas de Gran Canaria. La enfermedad entró por mar, entre los miembros de la tripulación de un buque procedente de La Habana, el Trueno, y en apenas tres meses dejó más de 5.500 muertos en una Isla cuya población apenas superaba los 60.000 habitantes. Aquella catástrofe ha dejado una escueta huella en la ciudad. Y es que, salvo un par de excepciones, prácticamente no existe rastro de la fosa común donde fueron enterradas el grueso de las víctimas mortales.

El cementerio de Vegueta ha sido testigo de las epidemias que azotaron la Isla en el siglo XIX. La construcción del camposanto más antiguo de la capital comenzó en 1811, año en el que la fiebre amarilla causó una gran mortandad en Las Palmas de Gran Canaria. Pero la gran tragedia que marcaría el devenir de la sociedad isleña ocurriría cuatro décadas más tarde, hace 170 años. El cólera dejó una economía y una ciudad sumamente tocadas, situación que terminaría por acelerar la creación de los Puertos Francos en Canarias tan solo un año después, en 1852, y, además, agravó el pleito insular entre Tenerife y Gran Canaria dado el aislamiento del exterior al que se sometió esta última isla durante más tiempo del que duró la epidemia -la última muerte fue el 18 de septiembre, pero el cordón sanitario por mar no se levantó hasta diciembre-.

Cementerio de Las Palmas de Gran Canaria, en Vegueta

Cementerio de Las Palmas de Gran Canaria, en Vegueta Juan Castro

Solo en Las Palmas de Gran Canaria el cólera se llevó aquel año la vida de 2.050 personas; aproximadamente, el 15% de la población de la ciudad murió en tan solo tres meses -de finales mayo a septiembre de 1851-. Estas cifras dantescas dejaron una imagen desoladora de emergencia en las calles y es que a la enfermedad habría que sumar el hambre que provocó el aislamiento del exterior al escasear numerosos productos. Como contraste, en lo que va de pandemia de Covid-19, más de año y medio ya, en Canarias han fallecido 1.006 personas, 316 de estas en la capital grancanaria.

¿Queda en la ciudad alguna huella de estas epidemias? Realmente, pocas. La mayoría están en el camposanto de Vegueta, lugar donde fueron enterradas buena parte de las víctimas. Los muertos por la fiebre amarilla de principios del siglo XIX acabaron en una fosa común que estaría situada, según el arqueólogo Naranjo Ortega, «muy cerca de las oficinas del cementerio». 

De la epidemia de cólera morbo queda alguna pista. A destacar la tumba del entonces afamado abogado, Juan Evangelista Doreste Romero. Este falleció el 21 de junio de 1851, cuando la enfermedad campaba a sus anchas por las calles de la capital y por los pueblos, sembrando el terror. El sepulcro se encuentra nada más entrar al cementerio a mano izquierda, muy cerca de los mausoleos de algunas de las familias más pudientes de la ciudad.

Tumba del abogado Juan E. Doreste, fallecido por cólera en 1851. Juan Castro

El año 1851 como fecha de defunción es una buena pista para detectar las tumbas de las víctimas del cólera. Más si fallecieron en verano, indica el arqueólogo. Es el caso de la lápida en recuerdo de Matías Matos y Matos, quien murió a la edad de 32 años en junio, en el pico de la epidemia.

Pero, en ocasiones, esta fecha puede llevar a equívocos. En uno de los mausoleos de la familia Manrique de Lara está la sepultura de Magdalena Manrique de Lara, quien falleció con 15 años en 1851. En este caso, no fue por cólera, si no por otra enfermedad que entonces causaba estragos, la escarlatina [de tipo bacteriano y relacionada con la faringitis], según cuenta la historiadora del arte María de los Reyes Hernández.

«El grueso de los fallecidos fueron enterrados en fosas comunes que con el tiempo se han ido reutilizando», explica Naranjo Ortega en referencia al suelo del camposanto, es lo que él llama «el cementerio de los sin nombre». En cambio, Juan José Laforet, cronista oficial de Gran Canaria, lamenta que no existan recuerdos de las epidemias que han asolado la Isla y propone colocar placas en memoria de las víctimas en la base de la estela neogótica que preside el primer patio del cementerio, diseñada por Manuel Ponce de León en el siglo XIX. «Es una escultura similar a las columnatas de la peste que existen en ciudades de Hungría o Chequia y que se levantaron para honrar a los muertos de esa enfermedad», apunta.

«Los más pudientes huyeron a sus casas de campo y llevaron el cólera a los pueblos», indica Naranjo Ortega

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Donde sí existe un recuerdo funerario del cólera es en las tumbas que hay en el exterior de una ermita en La Atalaya de Santa Brígida; y es que, tal y como comenta Laforet, mucha gente fue enterrada allá donde moría, sin ser trasladado el cuerpo a un cementerio por temor al contagio. Por ejemplo, existe constancia de enterramientos de este tipo en la zona de la montañeta de Tamaraceite.

Ya en Vegueta, en el número 8 de la plaza de Santo Domingo, una placa recuerda que en aquella casa murió el religioso Antonio Vicente González Suárez a causa del cólera de 1851. Con el proceso de beatificación en curso, este sacerdote natural de Agüimes falleció el 22 de junio después de haber ayudado a decenas de moribundos. Y es que esta enfermedad -de carácter intestinal, por lo que provoca una diarrea aguda que lleva a la deshidratación del cuerpo- causó la muerte a personalidades destacadas. Tales como los médicos Pedro Avilés y José Rodríguez o la retratista Pilar de Lugo, con tan solo 31 años -está considerada la primera mujer pintora reconocida en el Archipiélago-.

No obstante, la primera fallecida fue una lavandera del barrio de San José, María de la Luz Guzmán, el 24 de mayo. El 5 de junio la Junta Local de Sanidad declaró la alerta; «los más pudientes salieron de la ciudad a sus casas de campo, ellos propagaron la enfermedad a los pueblos», cuenta Naranjo Ortega. De hecho, Thomas Miller y su familia huyeron a la finca de las Magnolias, en Tafira, en busca de aire fresco, pero a los pocos días fallecieron su esposa y sus hijas. Y es que, tal y como describió la enfermedad el cronista Néstor Álamo en estas páginas «aquello fue como un castigo bíblico hoy de imaginación nula».

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