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HISTORIA

Laforet de Altolaguirre

Carmen, Mariano y Eduardo, tres personalidades que dejaron en la ciudad una estela literaria, grata y evocadora

Mariano Laforet de Altolaguirre (1896 -1970). | FOTOS CEDIDAS POR LA FAMILIA

Hace unas fechas el apreciado magistrado del Tribunal Supremo, don José Mateo Díaz, nos deleitó con unas exquisitas semblanzas de Carmen Laforet Díaz y del carismático don Mariano Laforet de Altolaguirre.

Carmen Laforet Díaz (1921-2004). | FOTOS CEDIDAS POR LA FAMILIA

Ambas reseñas por separado tienen mucho encanto, porque reflejan una serie de datos precisos y desconocidos de la ilustre novelista y del singular profesor de dibujo y excelente retratista. Pero relacionando las dos semblanzas en el mismo contexto, al magistrado le traicionó la memoria y le produjo el lapsus de hacer a don Mariano el progenitor de su sobrina. Estas cosas pasan, al que esto escribe también se le ha llegado a deslizar alguna que otra imprecisión en sus crónicas. Así que no se preocupe, don José, que todo tiene arreglo y compostura.

Eduardo Laforet. | | FOTO CEDIDA POR LA FAMILIA Miguel R. Díaz de Quintana

Como nos dice el magistrado, Carmen lo pasó muy mal con la segunda mujer de su padre, el magnífico arquitecto que fue don Eduardo Laforet de Altolaguirre. Huérfana de madre a los 13 años de edad, la novelista no podía soportar a la sustituta, una isleña que había pasado su niñez en la ciudad caribeña de La Habana. La fuerte personalidad de la escritora chocaba con los habituales desprecios de la aniñada inmadurez de la madrastra, que constantemente la amenazaba de ingresarla en un correccional. Tanto fue así, que en las dos primeras novelas de Carmen, Nada y La isla y los Demonios, en los títulos la escritora escondía sus sentimientos. Con una de sus más íntimas amigas, Lola de la Fe, Carmen se desahogaba de la tormentosa relación que siempre mantuvo con Blasina, la segunda mujer de su padre.

Inmaculada atribuida a Murillo. | | M.R.D.Q. Miguel R. Díaz de Quintana

A la joven ganadora del premio Eugenio Nadal que alcanzó en enero de 1945, le vino bien huir de los «demonios» y emprender la fuga fuera de la Isla. Ya afincada para siempre en la tierra de sus mayores, inició carreras universitarias que nunca terminaba. Entre Barcelona y Madrid desarrollaría su existencia, se casó, nacieron sus cinco hijos y se condensó su excelente producción literaria. Así es que con toda justicia vemos que en estas fechas se ha estado recordando con entusiasmo el centenario del nacimiento de la irrepetible novelista catalana-canaria, que acaeció en la calle de Aribau de la Ciudad Condal al mediodía del 6 de septiembre de 1921.

La oportuna mención que nos hizo don José Mateo sobre don Mariano, nos trae agradables recuerdos de la infancia. Fue mi profesor de Dibujo en aquella amplia aula de la Escuela de Maestría Industrial que daba a la calle Canalejas. En la extensa clase los pupitres no tenían asiento, y la grey estudiantil dispersa tenía que hacer los deberes de pie en las altas y alineadas mesas del recinto. Tal vez era el mejor procedimiento para manejar con soltura los tiralíneas y los compases. Y era cierto lo que nos narra el magistrado de las exigencias de aquel maestro de ancha nariz y de blanca tez, que no toleraba que le entregaran láminas con la más mínima tachadura o corrección. Las devolvía con la sarcástica expresión de «mi niño tu sos tonto». Y aunque sus enseñanzas me fueron de mucha utilidad, en un par de ocasiones me espetó a mí la frasecita.

Don Mariano, que además destacó como un magnífico paisajista académico, y que tanto manejaba los pinceles como las espátulas, no se casó dos veces. Sus únicas nupcias las celebró con la galdense, Concepción Batllori Hernández, que de igual modo fue autora de atractivos bodegones de frutas y flores, y que era también de ascendencia catalana. Su abuelo, José Batllori Perera, llegó a Canarias como su paisano Salvador Cuyás, destinados ambos mozos al gran almacén que la firma Vicente Ferrer tenía en Arrecife, Lanzarote, quien los había mandado a buscar por la necesidad que tenía de incrementar la plantilla de sus empleados. Años después, los dos jóvenes emprendedores, uno de Llobregat y el otro de la Ciudad Condal, se establecieron en nuestra isla y en ella fueron dos excelentes patriotas e iniciadores de numerosas empresas de gran responsabilidad. Batllori llegó a ser, además, alcalde constitucional de la Real Ciudad de Gáldar.

Así pues, María de la Concepción y Mariano Laforet Batllori no son hermanos de Carmen, Eduardo, Juan José y José Luis, pero sí son entrañables primos hermanos. Recuerdo el fallecimiento de don don Mariano el 6 de noviembre de 1970, a los 74 años de edad. Murió en su residencia de la calle del General Goded, a cuyo domicilio se había trasladado desde su primitiva vivienda del Madroñal, en 1939.

Don Eduardo

La involuntaria omisión del verdadero padre biológico de la escritora nos anima a que le dediquemos unos merecidos renglones. El arquitecto fue en realidad un excelente profesional, y del que sin ser el que esto narra pariente del alarife, guarda en su archivo numerosos proyectos originales de sus obras.

Don Eduardo nace en Castellón de la Plana el 18 de julio de 1891, donde su padre era a la sazón catedrático en el Instituto de aquella ciudad. Era el mayor de siete hermanos y motivó su establecimiento en Las Palmas la vacante que se anuncia en la prensa de que se necesitaba un profesor de Dibujo para la Escuela de Peritos Industriales. Gana la plaza, y su nombramiento fue confirmado por una Real Orden firmada por Alfonso XIII.

A primeros de noviembre de 1923 llega por primera vez a nuestra ciudad. Viene acompañado de su mujer, una toledana con mucho encanto llamada Teodora Díaz Molina, y con su primogénita Carmencita, que acaba de cumplir los dos añitos de edad y que había sido llamada así por su abuela paterna y madrina, la sevillana Carmen de Altolaguirre y Segura.

Avecindados primeramente en la calle Arena, pasarían luego por diferentes domicilios, incluso Tafira, para terminar sus últimos días en el céntrico tránsito de Viera y Clavijo, 19. Con el título de arquitecto que también trajo bajo el brazo, nada más llegar empezó a desarrollar su producción. Su primera y magnífica obra es el bello palacete que para don Enrique Siemens Fründt hace en Ciudad Jardín, frente al Colegio de las Teresianas, cuyo proyecto ya lo había trazado en Barcelona sin saber aún a quién le podría interesar. Y de igual modo, meses después el alcalde Federico León García le nombra arquitecto municipal para sustituir el repentino fallecimiento de Fernando Navarro.

Don Eduardo se había encontrado a su llegada una época de intenso crecimiento económico y cultural y en las Palmas comienzan a proliferar las construcciones. El haberse abierto lo que hoy es calle Tomás Morales y sus aledaños y expandirse la ciudad hacia los Arenales y Ciudad Jardín, hizo que la capital contara con un excelente plantel de profesionales que no daban tregua a tantos encargos. Junto con Laforet sobresalía en aquellos años nombres tan señeros como los de Miguel Martín-Fernandez de la Torre, Rafael Masanet Faus, Fernando Delgado de León, el guiense José Luis Jimenez Almeida, Fermin Suárez Valido, el catalán Alberto Monche Escubós, Fernando de la Escosura Pulido y, entre otros, el aragonés Antonio Cardona. Fue una etapa arquitectónica brillante, en la que afortunadamente aún muchas de aquellas edificaciones se conservan y se salvaron de la implacable piqueta que las fueron derribando para dar paso al progreso y a una integración que no siempre ha sido inteligente ni adecuada.

De Eduardo Laforet se conservan magníficas producciones, sobresaliendo entre ellas la actual sede de la delegación del gobierno de la plaza de la Feria. Un vetusto edificio que llevaba de remate una alta torre en la fachada central, pero que años después tuvo que ser demolida. Otra de sus primeras construcciones fue el hoy desaparecido Teatro Hermanos Millares, a orillas de la Playa de las Canteras

Mundano, de carácter inquieto y excelente pintor, deportista y mujeriego, dominaba con soltura las arriesgadas travesías que realizaba en su balandro alrededor de la isla. También tocaba el piano con destreza y, sobre todo, le entusiasmaba realizar el tiro al blanco con su revólver Colt del 38, que ejercía casi siempre en compañía de su hermano Mariano, quien en una ocasión, y por un involuntario despiste, le perforó la pierna con una bala.

Todos los hermanos Laforet elaboraban preciosos lienzos, como su padre Eduardo Laforet y Rodriguez de Alfaro, un destacado catedrático que después fue del Instituto de Barcelona y que estaba reputado internacionalmente, como lo acredita la serie de cuadros colgados en varios prestigiosos museos de Europa. Amante de las Bellas Artes, la casa canaria de su hijo el arquitecto parecía un verdadero museo, con atractivas esculturas y presidiendo en el salón principal de la vivienda el magnífico cuadro de la Purísima Concepción atribuido al gran Murillo, el lienzo del que mucho habla Carmen en sus memorias.

Doña Teodora, la esposa del arquitecto, que nunca disfrutó de buena salud, empeoró con el nacimiento de su tercer hijo, Juan José, en agosto de 1926, el que sería luego imprescindible médico de la Cruz Blanca y padre del cronista de la Isla. Después del parto Teodora ya no volvió a ser la misma. Por su delicada situación y cuando la enfermedad le impedía salir, iba siendo atendida en su propia casa. A su domicilio acudía frecuentemente una empleada de aquel popular salón de belleza de la calle Triana, que regentaba Juanito el peluquero, para asearla, arreglarle las manos y el cabello. Era Blasina, la eficaz colaboradora. Pero la esposa de don Eduardo iba de mal en peor. Se tuvo que llevar con urgencia a la clínica San Roque. No pudo sobreponerse de sus males y falleció a consecuencia de una septicemia que le produjo el infarto, el 11 de septiembre de 1934, el mismo día que la fallecida cumplía sus treinta y cuatro primaveras.

Su viudo encontró consuelo en los brazos de Blasina, y catorce meses después la llevaría al altar de la iglesia de Santo Domingo. Se casaron una fría mañana de noviembre de 1935, que llovía a cántaros. Al templo dominico llevará a la novia el padrastro de la joven, a la sazón de 24 años, don Ernesto Merlo, el farmacéutico suplente de la popular botica de la Nuez de la plaza de Santa Ana. De la nueva coyunda nació en 1940 José Luis, un hermanastro de la escritora del que poco ha trascendido en las crónicas Laforetianas.

Y llegó el momento que Blasina enviudó de don Eduardo. El arquitecto había fallecido en la casa de la calle Viera y Clavijo a los 62 años de edad, el día 10 de junio de 1954. Según los médicos, murió de una afección del hígado, y aseguraban que podía haber sido producida por la bala que accidentalmente le había perforado en su juventud la pierna y que nunca le fue extraída.

De momento, la entristecida señora se traslada a la calle de Cebrián para estar al lado de su madre, doña Lola Fernández, y de sus hermanas Isabel y Ernestina. Pero al poco tiempo, la viuda decide trasladarse con ellas a Madrid para que su hijo, José Luis Laforet, emprendiera la carrera de piano, ya que estaba convencida que en la capital de España podría seguir estudios más ventajosos. Decidido el embarque, Blasina se tuvo que desprender por venta de todos los enseres del patrimonio familiar. Precisamente mis padres compraron la alcoba de Carmen para mi hermana. El velero, que llevaba el nombre de José Luis en alusión al hijo de Blasina, los demás muebles y la fabulosa joya del cuadro atribuido a Esteban Murillo, que había permanecido en la familia durante varias generaciones, lo adquirió a buen precio el hermano de la vendedora.

Y estos son, en líneas generales, los antecedentes que faltaron en la atractiva historia que nos contó el amigo magistrado, y que al paso de los tiempos van dejando una estela novelera y, en cierto modo, hasta grata y evocadora.

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