Desde el siglo XVIII, el llamado Siglo de las luces, o La Ilustración, la fe religiosa, a la que durante la escolástica se la conocía como señora de la razón, fue perdiendo la hegemonía que disfrutaba como base del conocimiento, y no solo en lo referente a los asuntos más o menos relacionados con el sentido trascendente de la existencia, sino con la explicación sobre la vida, el mundo y el devenir de la historia.

En mayo de 1794 Robespierre y Danton, masones iluminados, proclamaron el culto a la diosa razón, como ser supremo, dando un giro definitivo en la historia del pensamiento.

Desde entonces se ha ido generando un auténtico divorcio entre quienes, desde su libertad, se confiesan creyentes y continúan priorizando los postulados desde la fe, y aquellos que, también desde su libertad, se consideran agnósticos o no creyentes, y depositan toda su confianza en cuanto pueda alcanzarse desde los conocimientos racionales o científicos, dando por supuesto que ambas opciones fueran dos campos irreconciliables.

Desde nuestra reflexión consideramos una falacia el hecho de enfrentar estas dos realidades que, en nuestra opinión, están llamadas a complementarse e iluminarse mutuamente. Creemos que existe un importante punto de encuentro entre ambos posicionamientos, siempre y cuando exista un acercamiento a los mismos desde una actitud abierta y receptiva por parte de todos, dejando de lado el dogmatismo en cualquiera de los planteamientos.

Por una parte, el llamado creyente, manteniendo una actitud fundamental de fe como opción personal, necesita la razón para comprender, aceptar o abandonar determinadas creencias, porque no podemos identificar necesariamente la fe con las creencias, por relevantes que muchas hayan podido considerarse a lo largo de la historia.

Para ello es necesario que, sin renunciar a la actitud de fe, aceptemos cuestionar creencias que, en el fondo, ni aportan ni definen el acto básico del creyente.

Cuando San Pablo decía "sé de quién me he fiado” (2Tim 1,1) está definiendo el fundamento de su fe; a partir de ahí, con toda certeza supo razonar sobre las creencias que otros pretendían introducir en los planteamientos cristianos, y es cuando surge el primer concilio de Jerusalén como punto de encuentro y entendimiento entre todos. La fe nos lleva a mantener una actitud decidida, y en esto hay que permanecer así de firmes; pero las creencias es necesario tamizarlas desde la razón. Aquí entraría la reflexión sobre la tentación del dogmatismo que pretende ofrecernos una seguridad, con frecuencia vana, y que, en muchos momentos difícilmente encaja con un planteamiento aceptable.

Por otra parte, la razón, tan significativa potencialidad humana, también ha de pasar por el tamiz del propio criticismo a la ciencia, que es su expresión más significativa.

Cuando en el s. XVII - XVIII Isaac Newton define sus descubrimientos en física y en matemáticas, parecía que con ello se lograba la verdad absoluta; pero cuando llega el s. XX y Einstein explica la ley de la relatividad, o se descubre la física cuántica, se echan abajo aquellos postulados que parecían tan definitivos.

Ello nos advierte de que la ciencia da conocimiento, qué duda cabe, pero un conocimiento provisional, no final; ayuda y mucho, pero no se trata de algo absoluto. Y junto al alcance de la ciencia conviene no perder de vista la tecnología que, en definitiva, actúa como expresión de poder desde la ciencia, con lo que ello puede conllevar de dominio o sometimiento de la condición humana, habida cuenta de que hoy somos tan proclives a entregamos confiadamente a la técnica, a las nuevas tecnologías, a la inteligencia fría, sin percatarnos a dónde nos pueden conducir. En definitiva, Iluminados ahora por el pensamiento de Kant, “cabe apostar por el criticismo en tanto conciencia de los límites de la razón humana y, por tanto, apostar por la apertura al misterio”.

Ante todo eso, nos podemos preguntar qué es lo que nos queda. Considero que somos afortunados porque salimos enriquecidos en nuestro planteamiento. Disponemos de dos potencialidades en nuestra capacidad de ser que se complementan y se limitan mutuamente: la fe y la razón; siempre y cuando no las enzarcemos en una diatriba destructora que no conduce a nada, y nos posicionemos frente a la pretendida seguridad del dogmatismo tanto religioso como científico. Una fe abierta a la razón, un pensamiento abierto a la fe, y ambos abiertos a la verdad, conscientes de que cualquier conclusión nuestra siempre tendrá valoración provisional, y nunca final.