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Esclavista, corrupto y perseguido por la Inquisición: así era el juez Álvaro Gil de la Sierpe

El letrado sevillano cuya lápida permanece en el patio de una casa de Vegueta murió en la capital grancanaria tras una vida repleta de escándalos

Ciudad de Las Palmas a mediados el siglo XVII, cuando vivió allí Álvaro Gil de la Sierpe.

El número 28 de la calle San Marcos, en Vegueta, guarda la lápida de Álvaro Gil de la Sierpe, quien fuera juez de apelaciones de la Real Audiencia de Canarias entre 1651 y 1662. Protagonizó una vida repleta de escándalos y enfrentamientos con la Inquisición por sus negocios, amoríos y corruptelas.


Esclavista, corrupto y perseguido por la Inquisición. El juez Álvaro Gil de la Sierpes (1589-1662), cuya lápida está en el patio de una casa de Vegueta, llegó a Las Palmas de Gran Canaria en 1651. Durante las dos décadas que permaneció en la ciudad, desde que consiguiera la plaza de oidor de la Real Audiencia de Canarias hasta el fin de sus días, protagonizó más de un escándalo que le enfrentó ante el Santo Oficio, llegando a excomulgarle unos meses. Sobre su vida ha quedado en el aire más de una incógnita -sus relaciones con el rey Felipe IV-; y sobre su destino después de la muerte, también. Según su testamento, pidió ser enterrado en la capilla del Santo Cristo de la Cruz, en San Agustín; no obstante, su estela fúnebre se encuentra hoy en una vivienda situada en el número 28 de la calle San Marcos.

La lápida de Gil de la Sierpe conserva con pulcritud el escudo de armas del difunto, formado por un grifo –animal mitológico mitad gallo mitad dragón– y una estrella iluminadora. Juan Ramón Gómez Pamo, bibliotecario del Museo Canario, fue uno de los encargados de identificar la pieza hará 20 años. Se trata de una estela grabada en toba volcánica que está incrustada en un patio de la que fuera la casa del cronista isleño José Batllori Lorenzo y, posteriormente, de la familia Pérez Doreste, actuales propietarios. Esta comparte espacio con otras dos estelas funerarias, aunque, según el experto, es «imposible» identificarlas dado su mal estado de conservación.

Lápida de Álvaro Gil de la Sierpe, en San Marcos 28.

Batllori Lorenzo (1870-1929) compró la vivienda situada en San Marcos 28 a comienzos del siglo XX. Cronista de Gran Canaria, hizo una completa remodelación del inmueble, el cual se encuentra actualmente a la venta. En su afán por la historia, durante su vida recopiló obras de arte de casonas e iglesias; una colección entre las que se encontraban las lápidas que siguen hoy incrustadas en el patio de la citada vivienda.

Nombramiento real

Pero, ¿Cómo fue la vida de Álvaro Gil de la Sierpe? Los historiadores Manuel Lobo y Luis Regueira Benítez lo han descrito en los Anuarios de Estudios Atlánticos como «un personaje al que la ciudad de Las Palmas de su tiempo le debió el favor de sacarla de la rutina con sus continuos escándalos y rumores». El jurista protagonizó más de un episodio que tambaleó la vida cotidiana de una urbe que por aquel entonces apenas superaba los 5.000 habitantes. Además, destacó por su amplia biblioteca personal -con 384 volúmenes y 282 títulos- y por atesorar numerosas obras de arte.

Gil de la Sierpe provenía de una familia de hidalgos que obtuvieron el título por sus servicios al rey. Miembro de varias hermandades y cofradías religiosas, tuvo propiedades de renombre en Sevilla y contó con el derecho a juros de impuestos, es decir, a la deuda pública de la Corona de Castilla, «debía ser un hombre respetado y querido, pues se codeaba con lo mejor de la sociedad». 

La Inquisición le acusó de recibir sobornos de los litigantes en los pleitos facilitados por su amante

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Sería en 1648 cuando el rey Carlos IV le promete la primera plaza que quedara vacante como juez de apelaciones, «en recompensa a sus servicios como veinteicuatro [cargo extinto equivalente al de concejal] de Sevilla». Lobo y Regueira destacan que este proceso fue «atípico», ya que «no se siguió el camino normal que se seguía en la mayoría de los nombramientos de la época». Los historiadores desconocen cuáles serían los méritos que dio al rey; no obstante, apuntan que llegó a prestarle dinero «en algunas ocasiones». Finalmente, sería el 22 de julio de 1651 cuando Gil de la Sierpe tomó posesión de su cargo en la Audiencia -con sede en las actuales Casas Consistoriales-.

Llegó a las Islas viudo -tras haberse casado en dos ocasiones-. En la capital grancanaria vivió en una casa del barrio de Triana, cerca de la desaparecida iglesia de los Remedios -a la altura de la actual subida de San Pedro y donde estuvo el Cuasquías-. Hasta 15 cuadros grandes de los reyes de la Casa de Austria -reinante en España por ese entonces- y varias obras de arte de diversa procedencia decoraron la vivienda. De hecho, la historiadora Margarita Rodríguez González cuenta que el letrado llegó a tener un Ecce Homo obra del célebre pintor El Greco y que tenía colgado sobre su cama.

Al igual que en Sevilla, en Gran Canaria tuvo destacadas amistades; entre otros, el obispo y Juan de Zurita, cura del Sagrario y su confesor. Precisamente, a este último le dejaría en su testamento el cuadro de El Greco. Relaciones, eso sí, que no le libraron de vivir sonados enfrentamientos con la Inquisición. «Sus negocios, su carácter y su amancebamiento le lleva a mantener una pugna que dura entre 1653 y 1655».

Gil de la Sierpe comerciaba con un vecino de Tenerife y, además, participó en el negocio de la trata de seres humanos. En 1653 llegó a comprar seis esclavos, dos mediante donación y cuatro por los que pagó 4.050 reales. El Santo Oficio llegó a poner en entredicho si el juez pagó por adquirir los derechos sobre estas personas.

La excomunión

Entre las corruptelas de Gil de la Sierpe, la Inquisición le acusó de permitir «mediante regalos» enviar trigo y millo a Tenerife, a pesar de estar prohibido. También se le imputó haber aceptado sobornos de los litigantes en los pleitos en los que mediaba como oidor. Esto último se lo facilitaba su amante, Beatriz de Herrera, sobrina de la mujer del hermano de Juan de Zurita.

De hecho, la Inquisición abrió litigio al juez por «provocar escándalo público y amancebamiento», es decir, por mantener relaciones con una mujer sin estar casados. Según Lobo y Regueira, se comentaba en la capital que el juez rondaba la casa de la viuda «día y noche» y que esta iba también a la suya, allí tocaba la guitarra y cantaba «a la vez que el oidor bailaba». Este le enviaba comida y, además, llegaron a tener una niña, a la que criaron en casa de una tía de Beatriz de Herrera en Telde.

Según Lobo y Regueira, el gran detonante de estas acusaciones fue el pleito que mantuvo contra Felipe de Sousa, alcaide de las cárceles de la Inquisición. El juez llegó a meterlo en prisión por tener una deuda con la corona de 1.500 ducados. El Santo Oficio argumentó que estaban invadiendo sus competencias, por lo que le ordena liberarle. El desacato a la orden del tribunal le valió la excomunión.

Esto último «causó gran escándalo». Y es que las campanas de la catedral tocaban a excomunión tres veces al día, algo que el oidor se lo tomó con «mucha tranquilidad» y mofa. En esos momentos llamaba a sus esclavos, brindaba con ellos y los hacía bailar al son de las campanas. La Audiencia fue la que tuvo que parar tal escándalo; instándole a liberar a Felipe de Sousa meses después de encarcelarlo, por lo que el Santo Oficio terminó por absolverle de la pena.

Falleció en 1662 en la Isla y su velatorio se celebró en la capilla de la Audiencia. En su testamento, ordenó grabar en su losa la frase: «Gran pecador que solo fía en la misericordia de Dios». Una lápida que permanece hoy en el interior de San Marcos 28.

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