Hay quien presume de haber ido de pesca con un primer ministro finlandés, quien se jacta de haber desayunado con una actriz famosa en el vestíbulo farolero de un hotel en México, incluso hay quien no para de contar aquella vez que invitó a whisky en la Semana Negra de Gijón al autor de Juego de Tronos. Yo me echo el pisto, me enorgullezco siempre, me siento muy honrado de haber conocido a un hombre bueno.

¿Por qué sé que era bueno?, me dirán. Porque la bondad es de las pocas cosas que no caducan nunca. Y este hombre ya era bueno hace casi medio siglo cuando me descubrió la magia de la literatura en un aula cuyos pisos de madera aún resuenan en la memoria. Y era bueno en un bar de los ochenta donde tertuliábamos sobre lo humano y lo divino, cuando el pibe que fui le porfiaba con apasionamiento que Delibes, sin duda, era mejor que Cela, ¿dónde iba a parar?

Y era bueno, bueno y generoso, en el verano de dos mil cinco cuando cruzó una calle jugándose la vida solo para abrazarme y darme un beso y condolerse por la muerte de Maruca Santana, mi madre. Y siguió así hasta el final, cada vez que lo hallaba en León y Castillo, en un banco de los de sentarse, y me decía: Tú sabes que te quiero, ¿verdad? Y yo lo sabía.

Los ojos de un hombre bueno jamás mienten. Lo sabía y me sentía dichoso de contar con su afecto. La última vez que me lo encontré llevaba bastón, pero solo para andar. Su memoria, su luz, su socarronería no necesitaba apoyatura alguna. Me habían advertido de que, tal vez, no me reconociera. De que su mente a veces se le desbordaba como el río que era. Sin embargo, el hombre bueno se aferró a mi mano y tiró de mí. Acercó su boca a mi oído para susurrarme: “En la última novela, mataste al malvado demasiado rápido.” Y entonces su risa inundó de ternura y júbilo la avenida. Carajo con su risa. Una vez que se despertaba, la vida no volvía a ser la misma.

Acabo de saber que el hombre bueno ya no volverá a León y Castillo, al banco de los de sentarse. Yo no pienso creerlo. Ni loco. Antes transigiría en lo de Cela y Delibes. Pedro Fuertes, el padre Pedro, mi hombre bueno sigue allí. Viendo la vida pasar, sonriéndole al olvido, esbozando en el aire algún poema, diciéndote con el alma en la boca que te quiere. Y está allí. Y te quiere. Porque los hombres buenos ni se van del todo ni saben mentir.