Ayer, 14 de octubre, bien entrada la noche, se apagaba una estrella y se perpetuaba un ángel. Una estrella que irradiaba luz y sabiduría con su sola presencia entre nosotros; un ángel bondadoso y compasivo que, con mirada cómplice, transmitía ternura a raudales y sacaba lo mejor de quienes tuvimos la gran suerte de conocerlo.

Leonés de pura cepa y canario de adopción (y corazón) se entregó a sus alumnos y a sus feligreses como si fueran de su propia familia. Más de cuarenta años como profesor de Lengua y de Literatura en el colegio de sus amores lo atestiguan; por su parte, la parroquia del Corazón de María y la de Pedro Hidalgo dan fe de sus más de cincuenta años de oficio. Y siempre con la sincera humildad que lo caracterizaba, ofreciendo sus “nonadas” sin pedir nada a cambio, en Firgas, en Artenara… al igual que el Padrito, dejando su impronta e iluminando para todos el evangelio.

Filólogo, periodista, poeta, sacerdote… erudito. Y, ante todo, BUENO en el amplio sentido de la palabra. Su ternura se materializaba en sus acciones, en su verbo, en su perenne sonrisa, en sus jocosos chascarrillos, en su “aparente” no saber nada, cuando, en realidad, sabía de todo y de todos. Y todo ello para erigirse en un siervo incansable de María y en transmisor de la buena nueva, con esperanza, con ilusión, como muy pocos sabrían hacerlo.

Su luz se fue apagando poco a poco; silenciosamente, sin hacer mucho ruido. De igual forma, su vida fue fiel reflejo de sus últimos días, intentando pasar por ella de hurtadillas, pero fracasando en el intento. La huella que nos ha dejado es muy profunda e imperecedera como para ser ignorada, tanto que, sin quererlo, fue un faro que deslumbraba con su amor y entrega. El simple hecho de no haber querido dejarse notar, engrandece su figura y su recuerdo. Saber morir puede ser una lección de vida. En el caso de Pedro, se ha cumplido dicha máxima; sosegadamente ha atendido a la llamada de Dios Padre.

Por fin podrá participar de la tertulia con su querido Machado, preguntarle a Juan Ramón Jiménez por sus peculiaridades o, incluso, intercambiar poesías ascéticas con su Fray Luis del alma. Nos consuela saber que no está solo en las alturas; sus padres lo agasajarán con ternura, así como tantos hermanos, Hijos del Corazón de María, que han sido testigos antes que él de la “ley severa”.

Pero Pedro Fuertes Combarros no ha muerto; se ha transformado. Jamás podrá perecer aquel que sigue vivo en nuestra memoria y en nuestros corazones. Pedro ha dejado tal rastro entre nosotros, que ni el tiempo será capaz de borrarlo. Por ello, servidor no ha perdido a su diligente tutor, a su profesor de Lengua y de Literatura, a su jefe de seminario, a su compañero del alma, al sacerdote que ofició su enlace matrimonial, a su segundo padre… Ha ganado, para el resto de sus días, a un amigo incondicional y a un guía que seguirá acompañando y alimentando su espíritu desde lo más alto, como siempre, sin hacer ruido, pero dejando HUELLA.

 

Pedro, de corazón: ¡gracias por tanto, gracias por todo!

 

Javier de Gabriel, profesor de Bachillerato de Lengua Castellana y Literatura del Colegio Claret (Sección de Rabadán)