Crónicas de un rompesuelas

El precio del amor

El Día de los Enamorados comenzó a celebrarse en Gran Canaria hace unos 60 años, promovido por la televisión y las campañas de Galerías Preciados

Primera sede de Galerías Preciados en la calle León y Castillo.

Primera sede de Galerías Preciados en la calle León y Castillo.

Ignacio caminaba por la calle León y Castillo con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido. Era el 13 de febrero de 1965, víspera de San Valentín, y por vez primera había sucumbido a la presión social dirigiéndose a Galerías Preciados a comprar un regalo para su novia.

No es que no la quisiera, ¡claro que la quería! Pero todo ese montaje del Día de los Enamorados le parecía un ardid comercial, una americanada importada por Galerías Preciados. Hasta hacía poco, las parejas se declaraban amor eterno con un simple te quiero, sin necesidad de corazoncitos rojos y ositos de peluche. Pero ahora, si un joven no regalaba algo el 14 de febrero, quedaba marcado como un desalmado. Y aunque él tenía principios, también tenía amor propio, y no iba a permitir que le reprocharan su falta de cortesía.

Le indignaba que la celebración del amor se redujera a una sola fecha de carácter mercantil, como si del pago de una factura se tratase. Los enamorados no necesitan un día concreto para celebrar su amor eterno. Por eso, él no creía en el 14 de febrero. Y menos aún en su conversión en una cita obligada, donde el ‘contigo pan y cebolla’ de antaño, había sido sustituido por el ‘hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana’ que, para colmo, debía demostrarse con regalos.

Por eso, había que admitir que Galerías Preciados revolucionó el comercio en España, introduciendo innovadores sistemas de venta procedentes de Estados Unidos, incluyendo tres celebraciones norteamericanas: el Día de la Madre, el del Padre y el de los Enamorados.

¿Pero qué tenía que ver San Valentín de Roma con los enamorados? Era sorprendente que, en la católica España, incluso los sacerdotes desconocieran el origen de tan romántico patronazgo. Pues en el fondo, hasta la Iglesia sabía que se trataba de una hábil maniobra comercial para generar ingresos en un mes tan poco rentable como febrero.

Al principio, la festividad había sido promovida sin mucho éxito en prensa y radio. Pero con la llegada de la televisión a Gran Canaria, hacía apenas un año, el bombardeo publicitario que desde principios de febrero sufrían los pocos privilegiados que tenían uno de esos aparatos en casa había convertido a San Valentín en una cita ineludible.

Hasta hacía un año, ni él ni ninguno de sus hermanos mayores se había visto obligado a hacer regalos aquel día, pero en tan sólo doce meses, los televisores habían logrado que el 14 de febrero se redujera a una sola idea: demostrar el amor obsequiando a sus parejas con algo.

Aunque todavía quedaban muchas jóvenes que se conformaban con un simple ‘te quiero’, cada vez eran menos. La sociedad de consumo, impulsada por la televisión con su incesante desfile de anuncios repletos de corazones rojos y parejas sonrientes, había logrado que los enamorados más acaudalados tuvieran que acudir a tiendas y floristerías la víspera de San Valentín.

Mientras él lo hacía, recordó la inauguración de Galerías Preciados en Las Palmas, el 17 de junio de 1961. Aquel sábado, la ciudad entera hablaba del evento. La bendición del párroco de San Bernardo, José Cástor Quintana, marcó el inicio de una nueva era comercial. Como gran parte de la ciudad, había estado allí, entre la multitud, contemplando con asombro la impresionante cantidad de personalidades que se habían congregado: el presidente de la Audiencia, José Alcántara Sampelayo; el vicepresidente del Cabildo, Federico Díaz Bertrana; el Comandante General de la Base Naval, vicealmirante Luis Lallemand Menacho; el Gobernador Militar de la Plaza, general Román León Villaverde; el Secretario General del Gobierno Civil, Luis Calvo Llorca; el Subjefe Provincial del Movimiento, Ignacio Quintana Marrero; el Juez Municipal del Juzgado número uno de Las Palmas, Miguel Díaz Reixa, así como directores de banca, prensa y radio, junto a destacadas figuras del ámbito comercial. Todos celebrando la apertura de unos grandes almacenes que elevaban esta capital de provincias a la altura del resto.

Sus mil doscientos metros cuadrados divididos en dos plantas –baja y sótano–, dejaban a Almacenes Cuadrado a la altura de una tienda de aceite y vinagre, pues contaba con 35 secciones de artículos renovados periódicamente y a precios imbatibles.

¿Pero de dónde provenía el nombre de Galerías Preciados? Al parecer, esas galerías comerciales tomaron su nombre de la céntrica vía madrileña que conecta la Puerta del Sol con la Plaza del Callao, donde en 1943 abrieron sus puertas. Su fundador, el emigrante asturiano Pepín Fernández, se había inspirado en los Almacenes El Encanto de La Habana, recientemente desaparecidos, donde inició su carrera como un humilde chico para todo. Lo cierto es que el éxito de su modelo de negocio fue tal que, desde entonces, había inaugurado más de diez establecimientos en distintas ciudades. Este era el undécimo.

Al llegar al 27 de la calle León y Castillo, Ignacio suspiró y contempló el edificio desde la acera de enfrente. Construido en 1954, reflejaba la estética de la autarquía, con una fachada que combinaba elementos góticos en el recercado de las ventanas y detalles regionalistas, de tímida inspiración canaria, en los balcones. Diseñado por Eduardo Laforet para el comerciante e industrial Miguel Montes, había albergado en su planta baja una tienda de motos, maquinaria y electrodomésticos, mientras que los pisos superiores estaban alquilados como oficinas y viviendas. Tres años después, Montes lo vendió a la Mutua Laboral, que, a su vez, terminó cediéndolo a sus actuales propietarios.

Para evitar que alguien lo viera, decidió entrar por la discreta puerta trasera, situada en la mucho más angosta y por ende menos concurrida calle Pedro de Vera. No podía permitir que sus amigos lo vieran participando en semejante cursilería.

Nada más cruzar la puerta, se quedó admirando el bullicio. El personal atendía a una multitud de compradores; la publicidad había hecho su trabajo.

Mientras buscaba algo que no lo hiciera sentir un títere del consumismo, sintió una palmada en la espalda.

-¡Hombre, Nacho! –Era su amigo Ricardo, cuya cara de resignación era similar a la suya.

-¡Ricardo! ¿Tú también has picado? –preguntó Ignacio, cruzándose de brazos.

-No me hables… –suspiró Ricardo, señalando una caja con un lazo rosa–. Voy a gastar en esto más que en la comunión de mi primo. Y lo peor es que si no lo hago, igual me dejan plantado.

-Estamos atrapados, amigo. La televisión nos ha vencido.

Durante los siguientes minutos, ambos recorrieron la tienda como soldados antes de una batalla perdida de antemano. Ignacio cogió un perfume que no tardó en devolver a su estante. Examinó una pulsera, pero le pareció demasiado cara. Pensó en una caja de bombones, pero la descartó de inmediato: su novia estaba a dieta.

Finalmente, encontró algo que le pareció apropiado: un pequeño broche en forma de rosa dorada. No era excesivamente caro ni demasiado ostentoso, pero tenía el toque justo de romanticismo para no parecer un insensible. Además, podía decirle que la rosa representaba su amor eterno… con lo que esperaba ganarse unos puntos extra.

Ricardo, por su parte, terminó comprando un pañuelo bordado, aunque con la expresión de quien paga un rescate.

-Bueno, ya estamos listos –dijo Ignacio, mientras ambos se dirigían a la caja.

-Sí. Y recemos para que nadie nos vea. Si alguien pregunta, vinimos a comprar calcetines.

Ignacio rio. En el fondo, sabía que, por mucho que renegara del consumismo, esa noche su novia estaría feliz con su regalo. Y tal vez, sólo tal vez, el 14 de febrero no fuera tan malo después de todo.

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