Los versos del alma serena de Pedro Arocena Wood
Tras incontables adversidades, Pedro Arocena halló en la poesía su voz más íntima. Su obra, destila un estoicismo donde la verdadera trascendencia no yace en el fama, sino en la alegría de vivir

Segunda casa de Pedro Arocena Wood en Ciudad Jardín. / LP/DLP
La vida de Pedro Arocena Wood había cambiado mucho desde la noche en que fue iniciado en la masonería. Primero, se vio obligado a vender su casa para saldar las deudas que su padre había contraído tras arriesgadas inversiones en el sector hídrico. Luego, tras la Guerra Civil, el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo lo condenó a la inhabilitación absoluta y perpetua para ejercer cualquier cargo público y si logró evitar la reclusión en el Lazareto de Gando –destino de la mayoría de los masones grancanarios– y conservar su título, fue gracias a no haber vuelto a pisar la logia tras su iniciación.
Como Pedro demostró ante los miembros del tribunal, no pasó del primer grado dentro de aquella sociedad secreta a la que el franquismo atribuía todos los males de España, y para colmo, dos años después fue dado de baja por impago y falta de asistencia. Por lo que en 1942, tras retractarse y abjurar públicamente de la misma, fue rehabilitado, aunque sólo se le permitió volver a ejercer como asesor de obras públicas en León. Por ello, cuando finalmente regresó a la isla que lo vio nacer, quedó relegado al ámbito privado.
No obstante, con esfuerzo y determinación, logró construir una nueva casa, esta vez diseñada por Miguel Martín-Fernández de la Torre, que como la mayoría de las mansiones de la época, adoptó el estilo neocanario. De hecho, tanto dentro como fuera, guarda un notable parecido con otra obra del mismo arquitecto que también sigue el modelo de una casona canaria, el Parador de Cruz de Tejeda.
Abierto intelectual
Pero quienes visitaban su nueva residencia sabían que, antes de la guerra, Pedro había sido un hombre progresista, comprometido con la modernidad y la apertura intelectual. Su primer hogar, un chalé diseñado en 1924 por Rafael Masanet, lo reflejaba: una construcción audaz y ecléctica que fusionaba la tradición canaria con el innovador lenguaje del art déco. Pero la guerra lo cambió todo.

Primer hogar en Ciudad Jardín de Pedro Arocena Wood. / José Carlos Guerra
La victoria franquista lo condenó al exilio interior, a la vigilancia constante y a la renuncia de muchas aspiraciones. Irónicamente, su nueva casa se convirtió en una metáfora de su situación bajo la dictadura: una vivienda imponente, pero sometida al canon oficial. El neocanario, impuesto por la autarquía como canon arquitectónico del archipiélago, no era sólo una elección estética, sino un símbolo del control del régimen. Reflejaba el regreso forzado a los valores patrios y el rechazo de cualquier influencia extranjera.
Debido a las adversidades que enfrentó, la construcción no se completó hasta 1944. Pero la alegría de estrenar su nuevo hogar fue efímera. Primero, su hija menor, María Luisa, contrajo poliomielitis y apenas un año después de finalizada la obra, la mayor, Magdalena, falleció de cáncer con tan sólo 21 años. Pedro consultó a los mejores médicos, pero sólo halló un remedio para la más pequeña: practicar natación como terapia para fortalecer sus piernas. Con ese propósito, mandó construir en sus jardines la primera piscina privada de Ciudad Jardín, alimentada por un pozo que filtraba agua del mar, cuyas propiedades terapéuticas superaban a las del agua potable.
Poeta reservado de espíritu fuerte
A pesar de tantas desgracias, Pedro siempre conservó intactas la calma y la fortaleza de su espíritu. Ni los reveses, ni las adversidades, ni las injusticias lograron arrebatarle la sonrisa, quebrantar su determinación o apagar la fibra poética que latía en su pecho. Al contrario, en lugar de sucumbir, transmutó cada dolor y contratiempo en la esencia misma de su profunda vocación lírica.
Por ello, su hogar se convirtió en un punto de encuentro para destacadas figuras de la cultura canaria, como Saulo Torón, Rafael O’Shanahan Bravo de Laguna, Diego Cambreleng Mesa, Nicolás Massieu y Matos, Paquita Mesa, Alfredo Kraus, Luis Benítez Inglott e incluso el obispo de Canarias, Antonio Pildain, a pesar de su marcado anticlericalismo.

Vista de la segunda casa de Pedro Arocena Wood, con el jardín donde estaba la piscina y donde hoy se construye otra vivienda. / José Carlos Guerra
Sin embargo, pese a ese carácter hospitalario y extrovertido, Pedro fue un poeta discreto y reservado. Su pasión por la lírica, surgida del profundo dolor de perder a las tres mujeres más importantes de su existencia –su madre, su esposa y su hija mayor– y de ver como enfermaba la cuarta, cobró tonos íntimos y personales, hasta el punto de que sus libros sólo conocieron ediciones limitadas destinadas a amigos y familiares: Itinerario de soledad (1952), Dádiva espiritual (1953), Mies de otoño (1953), Elegías (1954), lo que contribuyó a que su faceta como versificador sea ignorada por críticos y antólogos.
Aunque su obra, de estilo sobrio y directo, se inscribía dentro de la poesía existencial e intimista de los años cincuenta –en la línea de José Ángel Valente o Blas de Otero en sus momentos más introspectivos– y se alejaba del lenguaje retórico y grandilocuente propio de la corriente más culturalista –acercándose a poetas como José Hierro o Carlos Bousoño, aunque con un tono menos social y aún más introspectivo–, su reconocimiento apenas trascendió los límites de la isla antes de sumirse en el más injusto de los olvidos.
Versos entre cálculos
A pesar de ello, Pedro siguió volcando su creatividad en sus cuadernos de trabajo, dónde, entre cálculos y mediciones, dejaba fluir aquellos versos que las musas le inspiraban mientras desempeñaba su profesión. Su ethos sereno y observador impregnó estas composiciones de un juicio matizado por una sutil ironía poética. Eran breves aforismos –a veces morales, otras humorísticos, pero siempre cargados de un hondo lirismo– en los que destilaba sus reflexiones y dejaba entrever un escepticismo tolerante y comprensivo, forjado a lo largo de una existencia marcada por la adversidad.
De ese modo, escribió innumerables máximas e incluso tras ser diagnosticado del cáncer de pulmón que acabaría llevándolo a la tumba en menos de un año, perseveró en la selección y edición de sus aforismos más significativos. El resultado fue un compendio de pensamientos agudos y observaciones críticas, meticulosamente recopilados a lo largo de los años en sus libretas, que llevaría por título Cosecha de sensaciones.
Para esta tarea contó con la colaboración de su buen amigo Juan Rodríguez Doreste, quien, pesar de sus responsabilidades como director de la consignataria de Camilo Martinón Navarro, dedicó largas horas a ayudarle en la selección y corrección de sus textos. Hasta el final, era común verlos juntos en su despacho, rodeados de libros de poesía y planos en un caótico y pintoresco desorden, compartiendo el minucioso proceso de lectura y revisión de aquella obra que, lamentablemente, jamás llegó a alcanzar la letra impresa. Lo cual, muy probablemente, no le importara, como dejó bien claro en numerosos versos en los que plasmó su visión más íntima de la creación poética. En ellos, la poesía se erige como un reflejo del alma, un testimonio efímero que, como todo, está condenado al olvido. Uno de ellos, que destila una visión existencialista y serena de la vida y la muerte, dice así:
Mi alma
como paño de Verónica
recoge las huellas
de mi corazón vivo.
Pero, alma mía,
no creo que exista
quien te muestre extendida
a través del tiempo
cuando el corazón muera.
Serás un harapo arrugado
que quedará oculto
para siempre
en el montón olvidado
de las cosas que a nadie interesan.
Pero es tu ilusión
y la mía mientras seamos uno;
¡y eso basta!
Pedro asumió su destino con serenidad, consciente de la fugacidad de la existencia, sabiendo que el final de todo es el olvido. Por eso nunca se lamentó ni buscó ser recordado. Halló sentido en el simple hecho de vivir. Y esa alegría, aunque efímera, le bastó para ser feliz.
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