Análisis
Sábado Santo, un día habitado por el silencio, no un día vacío
Mañana es una jornada extraña para los creyentes, ya que no hay Eucaristía y solo se imparten aquellos sacramentos imprescindibles: la penitencia y el viático

El Cristo sale de la ermita del Espíritu Santo, en Vegueta. | M. D. Q.
José Luis Guerra
Mañana es Sábado Santo. Un día extraño para los creyentes. No hay Eucaristía. Sólo se imparten aquellos sacramentos imprescindibles: la penitencia y el viático. El silencio lo invade todo y los periódicos en papel no llegan a los Quioscos. Posiblemente sea lo poco que queda a nivel social del “no día”, que es ese intervalo hueco entre el dolor del viernes santo y la alegría festiva de la resurrección.
Por no existir, apenas si contaba con algunas horas, antes de la reforma de la Vigilia Pascual propuesta por Pío XII en 1951. Entonces, entre la impresionante losa del viernes y el gesto insignificante de encender el Cirio Pascual, a las nueve o diez de la mañana del Sábado, el reloj apenas había recorrido unos cientos de minutos. El Sábado Santo – ese peculiar ‘after day’ – era solo un día vacío en una semana recargada de rituales. El duelo ante la prueba inaceptable del Calvario, era simplemente arrollado por el triunfo apresurado de la Resurrección. Todo se vivía, entonces, como un drama irremediable que era necesario acortar, porque al fin y al cabo todos sabíamos cómo terminó la cosa. La Semana Santa era truculenta, pero con un final feliz, que nos devolvía a la normalidad casi sin advertirlo. A un día así, se le llamaba «sábado de gloria».
Recuerdo de niño, en Arucas, mi pueblo, cómo la mañana de aquel día contrastaba con las procesiones de los días anteriores. La multitudinaria misa del Jueves Santo, la escenografía del Monumento o las procesiones kilométricas del resto de la semana, dejaban en evidencia la inútil pretensión de los curas de dar vida a unas ceremonias aburridas, interminables, que nadie entendía, en la misma mañana del sábado. El viernes, era otra cosa…Incluso en el sermón de las siete palabras, el gentío llenaba la iglesia, a las tres de la tarde, coincidiendo con la hora de la muerte de Cristo, que el predicador de las siete palabras marcaba con énfasis teatral, mientras todos aguardaban expectantes la traca evocadora del terremoto del Calvario. Las paredes de la iglesia temblaban y el Crucificado se convertía en el centro de un movimiento masivo e interminable de adoración a la Cruz… Allí no faltaba nadie. Sin embargo, en la mañana del sábado, todo era huecos, ausencias, vacío. La gente esperaba en sus casas el repique de campanas y éstas llegaban puntuales, alegres, al canto del Gloria, pero sin más arrebato y pasión que el que ponían los monaguillos al golpear los badajos.
Sobre las 10 o las 11 de la mañana, la vida volvía a su cauce y la normalidad se instalaba de nuevo en las calles: las películas volvían a las pantallas, los juegos de los niños a la plaza, los bares abrían de nuevo y la matraca con su ruido, seco y triste, cubierta ahora con una vieja lona, enmudecía hasta el año próximo. El Sábado Santo era simplemente una pausa entre dos días.
A pesar de todo, el Sábado Santo seguía en el calendario, estaba allí. Hoy sigue aquí y a veces se hace eterno, porque en ese día Dios yace en el sepulcro… ¿No es esta la imagen de nuestro tiempo?
«El Viernes Santo – afirma Ratzinger en una profunda meditación sobre el sentido de este día – podemos, al menos, ver al Crucificado. Pero el Sábado Santo una losa pesada cubre el sepulcro nuevo, nos impide ver al difunto. Todo ha pasado y la fe parece definitivamente desenmascarada como ilusión…Sábado Santo, día de la sepultura de Dios… ¿No es, de forma impresionante, nuestro día? ¿Nuestro siglo no empieza a ser un gran sábado santo, día de la ausencia de Dios? ¿No es ese día en el que, hasta los discípulos de Jesús de todos los tiempos, llenos de vergüenza y decepción, se preparan a volver a sus casas? ¿No es el día de la incomprensible paradoja que confesamos los cristianos en el Credo con estas palabras: «Descendió a los infiernos?».
«Siempre he pensado que la verdad del cristianismo – si existe – debe situarse en este intervalo de silencio que separa el Viernes Santo del domingo de Pascua. No en el momento de la pasión ni en el de la resurrección, sino justamente entre los dos, en la noche incierta de la tumba, cuando el día transita en la perplejidad de la prueba inaceptable del Calvario y el milagro impensable de la tumba vacía».
Quien escribe este último párrafo, es Philippe Forest, «ateo en el más alto grado» como se define a sí mismo. Para muchos, el mejor novelista y ensayista en la reflexión sobre el duelo, la memoria y el olvido. En uno de sus últimos libros que, en francés, lleva el título, Tous les enfants sauf un, publicado a los diez años de la muerte de su hija Pauline, víctima de un cáncer de hueso a los cuatro años de edad, se pregunta: ¿Qué puede aportar a la fe la muerte de un niño?
Las páginas que Forest dedica a la religión y a los ritos en su pequeño ensayo, narran entre otras cosas, la crisis de fe de su padre, el abuelo de Pauline. Un hombre que había dedicado su vida a los demás, escrupulosamente fiel a la letra y al espíritu del cristianismo. A partir de aquella muerte inocente aquel hombre entró en un silencio sepulcral. Seguía yendo a la Iglesia, pero no cantaba, no rezaba en alta voz, sólo ocupaba un espacio entre los otros.
El Sábado Santo nos invita a asomarnos a estos abismos, que frecuentemente pretendemos esquivar. El sufrimiento de los inocentes, el mal instalado como sistema más allá de nuestras responsabilidades, nos descoloca; es un mal que nos golpea con fuerza y ha sido motivo para que muchos vuelvan su espalda a Dios, para que muchos devuelvan a Dios ‘el billete’, como afirma uno de los atormentados personajes de Dostoievski.
Silencio de Dios y silencio del hombre. Da qué pensar que, en estos últimos tiempos, el arte, sobre todo el cine, – recuerdo en especial a Scorsese con Silencio o a la directora francesa Anne Fontaine con Las inocentes, dos películas inquietantes en sentido positivo - pone este tema en el centro del debate. Incluso resulta provocador que aquellos que se atreven a proponer el tema de la fe de forma nueva y original, son precisamente hombres y mujeres laicos, distantes de la fe o «diversamente creyentes» (como se define a sí mismo Scorsese).
El Sábado Santo, no es un día vacío, es un tiempo para transitar por el silencio…¿Qué sentido tiene la muerte de los que sucumbieron sin sentido o sólo son contados como daños colaterales? El Sábado Santo es un día para no banalizar la esperanza.
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