El italiano olvidado que salvó Las Palmas de Gran Canaria de los piratas
El ingeniero Próspero Casola fue una de las figuras más relevantes en la defensa de la capital de Gran Canaria durante la época de las invasiones de corsarios europeos

Plano de la ciudad de Las Palmas, por Próspero Casola. / Archivo de Simancas

Las estrategias de un ingeniero italiano pudieron salvar la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria del más brutal de los ataques corsarios hace más de cuatro siglos. Los tiempos y las circunstancias impidieron que los planes de Próspero Casola se ejecutaran antes de la invasión neerlandesa que arrasó la capital en 1599.
Vio venir la catástrofe, pero no lo dejaron actuar a tiempo: sus informes eran claros y sus propuestas concretas, pero llevarlas a cabo resultó más difícil de lo esperado. Aunque entonces no se aplicaron, habrían sido clave para reorganizar la defensa y derrotar al mismísimo Van der Does.
Casola fue mucho más que un ingeniero brillante. Su visión estratégica y su versatilidad, fruto de múltiples intereses y aptitudes, lo convierten en una figura sorprendentemente actual.
La presencia de italianos no era extraña en aquellos años. De regiones costeras como Génova salían grandes navegantes que, junto a los mallorquines, exploraron las Islas muchas décadas antes que los propios castellanos. Del interior, ingenieros militares codiciados en toda Europa. Muchos acabaron en España, entre los más prestigiosos de su tiempo.
Uno de ellos fue Próspero Casola. Formó parte del taller de Tiburcio Spannocchi, trabajó con Leonardo Torriani en Madrid y luego se trasladó como su ayudante a Canarias.
Hombre de su tiempo, y un poco más
Nació en Lombardía en 1565, según sus propios escritos. Tenía una formación amplia y en parte autodidacta: dominaba la arquitectura y tenía sólidos conocimientos en matemáticas, geografía o historia, señalan varios investigadores canarios, entre ellos Manuel Lobo Cabrera. Pero donde llegaba a sorprender, quizá por inesperado, era en la estrategia militar.
Fue un observador agudo, un analista preciso y un estratega pragmático. Al menos eso reflejan sus textos —y su trabajo práctico—, que ayudan a los contemporáneos a comprender con mayor profundidad el contexto militar de la época. Ese instinto estratégico nacía, en parte, de su capacidad para entender el momento que le tocó vivir y anticipar lo necesario para adaptarse y sobrevivir. Era, a todas luces, un hombre del Renacimiento.

Plano completo de la ciudad de Las Palmas, por Próspero Casola. / Archivo de Simancas/Ministerio de Cultura
El historiador Antonio Rumeu de Armas contó que Las Palmas —así se llamaba la ciudad en la época—, ya avanzado el siglo XVI, carecía de fortificaciones más allá del Castillo Principal, en la Isleta, construido apenas constituida la ciudad.
Años antes, en 1553, el devastador ataque a La Palma del corsario francés Le Clerc, conocido como 'Pata de palo', llevó al Consejo de Guerra a decidir la fortificación de los cascos de las urbes canarias. Aún se acuerdan de los franceses en La Palma. Ahí despertó el gusanillo de las construcciones defensivas en el archipiélago. El ansia llegó unas décadas más tarde, con la visita de nuevos navegantes con la misma furia aunque más extremidades.
¿Casola salvó la ciudad?
Cuando Casola asumió las responsabilidades de Torriani, que terminó su labor en 1593 y regresó a la Península, como ingeniero del rey en Canarias, advirtió que proteger por separado la ciudad y la montaña de San Francisco, valorada por muchos estrategas por su enclave, no era suficiente; debían protegerse simultáneamente.
Si el enemigo se hacía con una de las dos partes, recuperar la otra zona iba a ser muy difícil sin destruirla por completo. Era más rentable construir todas las fortificaciones a la vez que arriesgarse a un desastre humano y económico.
Pero Casola no se limitaba a la pura técnica. En sus escritos, dejaba ver una notable comprensión del comportamiento humano en situaciones de crisis. La defensa no debía pensarse solo en términos de infraestructuras, sino también desde la psicología. La estrategia de alcanzar las alturas —dentro de un fortín mejor que fuera— buscaba que el rival dudara y que los defensores mantuvieran el control.
El italiano advertía que dividir a los defensores debilitaba su moral: los cobardes, "que siempre son muchos", confunden a los valientes, y así "se pierden tierras sin pelear". Su plan tenía entonces como objetivo prioritario generar la duda en el contrario, y con ella aumentar la tensión y el temor, mientras fortalecía el ánimo de los propios. Cambiar el miedo de bando.

Batalla del Batán contra los hombres de Van der Does. / LP/DLP
Las Palmas ardió con Van der Does
En 1595, poco después del ataque del inglés Francis Drake, recibió una orden directa del propio Felipe II: debía ejecutar las obras de fortificación de Las Palmas. Su propuesta era levantar cuatro baluartes estratégicos en la montaña de San Francisco: dos mirando hacia la ciudad y dos hacia San Lázaro y el barranco. Su plan incluía una fuerza escalonada: tropas en la ciudad, menos en el castillo y una reserva móvil en el campo para reforzar según la urgencia.
El almirante Van der Does y sus hombres llegaron poco después, en 1599. A Drake lo habían derrotado sin necesidad de que pisara tierra, pero con los neerlandeses la historia fue muy distinta. Aunque el desembarco no fue fácil, una vez logrado, arrasaron rápidamente la ciudad. Los habitantes de Las Palmas, ante el avance enemigo, huyeron hacia el interior de la isla.
Explica el historiador Bruquetas de Castro que, aunque durante la invasión no pudieron refugiarse en el castillo de San Francisco porque aún no se había construido —empezó en 1601—, se internaron en lo alto del Monte Lentiscal. Lo hicieron, quizá sin saberlo, según el planteamiento del ingeniero italiano. La retirada hacia las alturas aseguró la supervivencia y permitió recuperar la ciudad apenas diez días más tarde del desembarco.

Vistas desde el castillo de San Francisco en una fotografía de entre 1885 y 1890. / Fedac
Duda razonable
No es posible afirmar con certeza si Casola tuvo una participación directa en alguna decisión relevante durante aquellos días, en parte por la escasez y limitación de fuentes de la época. O fue, simplemente, la inercia de una derrota rápida la que empujó a los capitalinos hacia el interior de la isla, buscando refugio en las montañas.
Sus ideas pudieron influir de forma sutil o indirecta. Lo que sí es seguro es que la invasión tuvo un impacto especial en la vida del italiano. Los corsarios incendiaron su casa de Triana donde vivía junto a su familia.
Años más tarde, al no haber podido reconstruirla, reclamó al rey alojamiento, recordando que llevaba más de catorce años a su servicio sin haber recibido una casa en compensación.
El propio Casola debió preguntarse durante años qué habría sido de la invasión neerlandesa si el castillo de San Francisco se hubiera construido a tiempo, tal como se le había ordenado en 1595. La siempre cansada burocracia y los problemas de financiación acabaron aplazando el proyecto indefinidamente. Afortunadamente, no volvieron los piratas, y todo terminó saliendo, al menos, razonablemente bien.

Castillo de San Francisco en Las Palmas de Gran Canaria / Juan Carlos Castro
Un canario más
Tras el ataque, no paró de trabajar. Las casi consecutivas invasiones corsarias habían aterrorizado a los locales, que exigían una protección más eficaz. Durante dieciocho años, combinó su labor habitual con la de veedor militar. Supervisaba las obras defensivas que se construían en Canarias. Todo ello en nombre de la Corona.
En 1632, emprendió en Gran Canaria la construcción del castillo de Santa Catalina, donde hoy se encuentra la base naval. Ya protegidos por tierra, buscaban evitar o retrasar el mayor tiempo posible futuros desembarcos. También reestructuró el castillo de La Luz y participó en las reformas de los principales baluartes, incluidos los castillos de Mata y el tan esperado San Francisco.
Desconocido para la historia más general, quizá eclipsado por la figura de Torriani o porque muchos de sus proyectos no llegaron a materializarse —no por falta de visión, sino por obstáculos ajenos—, su papel fue decisivo en un momento clave para Gran Canaria. Sin su trabajo, discreto pero muy bien valorado en su época, cuesta entender cómo se reorganizó la defensa del archipiélago frente a las amenazas que marcaron aquellas décadas.
Aunque su influencia durante la invasión neerlandesa no fue tan directa como seguramente habría deseado, su "plan B", culpa suya o no, terminó salvando la ciudad. Tal vez no logró defenderla de aquel ataque, pero sí de muchos otros que nunca llegaron.
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