La peste que asoló Las Palmas de Gran Canaria y vació sus calles durante casi una década
La epidemia de 1523 afectó profundamente a la capital grancanaria: algunos huyeron, otros se escondieron, pero todos la sufrieron, aunque no por igual

Fotografía antigua, sacada en 1890, de la calle Muro, en Las Palmas de Gran Canaria. / Fedac

Los que pudieron huyeron al campo o cambiaron de isla. Esconderse no parecía mala opción, pero pocos se lo podían permitir. Tal fue el miedo que en Tenerife se empezó a rechazar la llegada de barcos procedentes de Gran Canaria. Incluso la Iglesia permitió a sus clérigos ausentarse, aunque les pedía que lo hicieran con discreción, para no generar más alarma entre la población.
La peste asustaba. En el siglo XVI, se instaló en Canarias casi sin descanso, como ya lo había hecho —y seguía haciéndolo— en buena parte de Europa, y en regiones del norte de África y Asia. En su forma más común, la bubónica, se propagaba a través de pulgas que vivían en ratas.
La enfermedad avanzaba con fiebres altas, escalofríos y dolorosas hinchazones —los bubones— que aparecían en el cuello, las axilas o la ingle. En muchos casos, mataba en pocos días. No tenía cura.
En Las Palmas de Gran Canaria, las condiciones eran todo menos favorables para enfrentarse a una epidemia de tal magnitud. Apenas unas décadas después de la llegada de los castellanos, la ciudad ya lidiaba con hambre, hacinamiento y una escasa infraestructura sanitaria, problemas propios de un núcleo urbano recién nacido.

'El triunfo de la Muerte' (1562), de Pieter Brueghel el Viejo, expuesta en el Museo del Prado. Una visión apocalíptica del impacto de la peste en Europa. / LP/DLP
En 1523, la capital grancanaria, que contaba entonces con unos 2.000 habitantes, comenzó a sufrirla con especial virulencia. El brote se prolongó, con altibajos, durante casi una década, aunque los propios historiadores reconocen la dificultad de distinguir con claridad entre un único episodio epidémico prolongado o varios brotes consecutivos.
En un estudio conjunto, los historiadores Alberto Anaya y María Josefa Betancor señalan que el azote de las landres (término que designa a la peste bubónica, por los bubones o hinchazones que causa) afectó no solo a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, sino también a otras zonas de la Isla como Telde o Agüimes y que su origen inmediato pudo estar en La Gomera.
Difícil de reconstruir
No se conservan los registros oficiales del Cabildo de Gran Canaria para esos años, lo que ha obligado a los investigadores a reconstruir los hechos a partir de fuentes eclesiásticas, inquisitoriales y de los archivos del Cabildo de Tenerife, que recogieron lo ocurrido como parte de sus propias medidas de prevención.
Determinar una tasa de mortalidad precisa es imposible a estas alturas, pero todo apunta a que fue sensiblemente inferior a la media registrada en otros brotes europeos. Sin embargo, autores como los ya citados, junto con otros investigadores como Claudia Stella Geremia, coinciden en que, más allá de la cifra de muertes, el impacto en vidas de las personas fue significativo y generalizado, especialmente si se tiene en cuenta que actuó en varias oleadas sucesivas durante un periodo de ocho años —algo muy poco común, incluso para la peste en Europa—, hasta aproximadamente 1531.
Afectó a la mayoría de la población de una forma u otra, especialmente a los más pobres, que tenían que hacer su rutina en la calle. Si la vida en la ciudad ya era difícil, la peste vino a agravar aún más la situación.
Anaya y Betancor rescatan algunos testimonios que permiten imaginar el alcance del desastre: familias en las que murieron varios miembros en pocos días, cartas que hablan de veinte fallecidos en apenas cincuenta días en un mismo entorno vecinal o la suspensión de actividades.

Plano de Las Palmas de Gran Canaria de 1590, obra del ingeniero Leonardo Torriani. / LP/DLP
Ante el avance de la enfermedad, las autoridades reaccionaron de distintas formas. El Cabildo de Tenerife prohibió la entrada a cualquier barco procedente de Gran Canaria, La Gomera o Lanzarote, o bien les obligaba a pasar cuarentena. Saltarse esta norma podía costar la vida. Se instalaron guardias costeras para vigilar posibles llegadas. Pero también mandaron barcos con trigo como gesto de ayuda. Por su parte, el Cabildo Catedral autorizó a sus miembros a huir de la ciudad, siempre que lo hicieran sin anunciarlo públicamente, para evitar provocar alarma social.
Éxodo silencioso
El éxodo fue notable, aunque difícil de cuantificar con precisión. El miedo se apoderó de las calles. Quienes podían permitirse el lujo de no salir se recluían en casa, a la espera de que pasara lo peor. Se paralizó la vida pública, y la Iglesia interpretó la epidemia como un castigo de Dios.
Ante ese clima de temor y necesidad de explicaciones, la Inquisición no tardó en ofrecer la suya. Según recoge Geremia, en 1526 se celebró en la ciudad el primer auto de fe documentado en Canarias, pensado no solo como castigo, sino como ofrenda pública para calmar la ira de Dios. Se juzgó a dieciocho personas, muchas de ellas conversos, moriscos o esclavizados, acusadas de herejía o de practicar ritos ocultos. Ocho acabaron en la hoguera. El mensaje era claro: si la peste venía por el pecado, el deber de los hombres era encontrar a los pecadores.
El brote duró tanto que un solo acto de fe no les pareció suficiente, y cuatro años más tarde, en 1530, se celebró otro. Esta vez, además de personas vivas, se juzgaron también a acusados muertos o huidos, representados en efigies de cartón. Las figuras, cuidadosamente elaboradas y etiquetadas con sus nombres y crímenes, fueron quemadas con el mismo ceremonial que los cuerpos reales.

Ilustración del siglo XIV que muestra a un médico tratando la peste con sangrías y brebajes. Aunque anterior a los hechos narrados, refleja prácticas comunes de la época, sin la icónica máscara de pico, que es posterior. / LP/DLP
Notarios de la enfermedad
La figura del médico resultaba confusa. Los pocos que había contaban con herramientas muy limitadas frente a la enfermedad. Anaya y Betancor explican que se usaba vinagre como desinfectante, y se recurría a sangrías, purgas para vaciar el cuerpo de impurezas, y pítimas, brebajes suaves hechos con hierbas o alcohol que buscaban calmar el ánimo o fortalecer el corazón. A menudo, ejercían más como testigos institucionales que como curanderos efectivos. Eran, en cierto modo, notarios de la enfermedad.
Ellos tampoco escaparon al control de la Inquisición. En tiempos tan convulsos, las autoridades cerraron filas y quisieron controlar el discurso. Además, muchos eran judeoconversos, y eso bastaba para convertir algunos sucesos médicos en sospecha de herejía.
Anaya y Betancor, a partir de documentación del Archivo de la Inquisición de El Museo Canario, recogen que el fiscal acusó al doctor Ximénez de "andar matando cristianos so color de cura" (es decir, con el pretexto de curar), y otro médico, el doctor Mata, fue denunciado por aplicar un tratamiento "inadecuado" a un niño enfermo de peste.
Del burdel a la ermita
Pero la Iglesia, o alguno de sus representantes, también estuvo en la calle. En 1531 aparece documentada la figura del llamado "clérigo de la peste", un sacerdote encargado de visitar a los enfermos, dar la extremaunción y acompañar a los moribundos. Su misión era tan arriesgada que se le pagaba un real extra por cada día que tuviera que encerrarse con un apestado.
También hubo gestos comunitarios: procesiones, donaciones religiosas y la construcción de ermitas dedicadas a San Roque y San Marcos, santos tradicionalmente invocados contra la peste. En estas expresiones de fe popular, el Cristo de la Vera Cruz fue también una figura muy venerada como intercesor frente a la epidemia. De hecho, según narra Viera y Clavijo, se cerró y demolió el burdel de Vegueta —considerado entonces una causa del castigo divino— y, en 1524, se levantó una ermita dedicada a la Vera Cruz sobre ese mismo solar.
La normalidad volvió de a poco, como la gente. Así como llegó la peste, se fue, o al menos aquella serie tan prolongada. La ciudad comenzó a recuperar su rutina, aunque costaría. La epidemia había dejado un "estancamiento demográfico" profundo, no solo por las muertes y las huidas, sino también —como señalan Anaya y Betancor— por la disminución de la inmigración y la consiguiente crisis económica que afectó a la isla durante años. Pero este no fue un episodio aislado. En las décadas y siglos siguientes, otros brotes volverían a provocar respuestas similares como los cierres portuarios, las huidas hacia zonas rurales o la represión religiosa.
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