El lado más oscuro del fundador de Las Palmas de Gran Canaria: traiciones, ejecuciones y una venganza que lo condenó
Protagonista esencial en los orígenes de la ciudad, Juan Rejón sigue siendo una de las figuras más polémicas de su historia

Ilustración de Juan Rejón destacada sobre una imagen creada por inteligencia artificial que recrea la llegada de los conquistadores. / LP/DLP

Cada aniversario de Las Palmas de Gran Canaria recoloca a Juan Rejón en el centro de una historia cargada de tensiones, sombras y matices que rara vez se cuentan. Este junio se cumplen 547 años desde que este leonés desembarcó con más de cuatrocientos hombres, en su mayoría andaluces, y levantó el campamento que dio origen a la ciudad. Desde entonces, su figura —idealizada por algunos— no ha dejado de generar debate.
La presencia castellana en el archipiélago había dependido de casas señoriales, pero en 1478, la Corona decidió intervenir directamente. Para liderar la conquista de Gran Canaria, los Reyes Católicos designaron como capitán general a Juan Rejón.
No era un militar cualquiera, sino un hombre de confianza en la corte de Isabel. Una real cédula de 1477 lo llamaba «nuestro criado» y «mi capitán», y figuraba como contino de la casa real, un cargo reservado a los más próximos y leales.
La expedición llegó a la isla para establecer una base desde la que iniciar la conquista. Rejón y sus hombres eligieron un lugar junto al barranco de Guiniguada y allí levantaron lo que sería el Real de Las Palmas. Desde allí emprendieron la ofensiva para someter el interior de la isla.

Retrato de los Reyes Católicos. / Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec
El conflicto con los indígenas aún no había comenzado cuando ya surgía el primero, un enfrentamiento entre Rejón y el deán Juan Bermúdez, la autoridad eclesiástica a la que consideraba un estorbo.
La disputa pronto dejó de ser privada y empezó a dividir a la expedición. Según el historiador José Antonio Cebrián Latasa, provocó una fractura real entre los soldados, que en su mayoría se alinearon con Rejón. La tensión no solo afectaba la convivencia, sino que entorpecía la campaña.
Tres son multitud
Los Reyes Católicos no tardaron en comprender la gravedad del conflicto. Enviaron a Pedro de Algaba como gobernador, con plenos poderes civiles y militares, y la misión de imponer la disciplina que exigía la Corona. Con su llegada, quedaban cubiertos lo militar, lo religioso y lo civil. Si repartir el poder ya era un problema para Rejón, cederlo ni se planteaba.
Algaba actuó con rapidez. Destituyó a Rejón y lo arrestó al final de una comida a la que al menos invitó. Según Morales Padrón, tras la sobremesa, unos soldados lo engrilletaron y lo embarcaron rumbo a la Península. Rejón no pudo ver el episodio como otra cosa que una humillación. Al llegar a Andalucía, ya planeaba revertir la situación.
Una vez en la Corte, empezó a difundir información falsa sobre su recién creado enemigo. No era ningún novato en esos entornos. Entre sus acusaciones, insinuó que la conquista no avanzaba porque Pedro de Algaba negociaba en secreto con Portugal el futuro de la isla. Los Reyes, quizá no del todo convencidos, pero sí inquietos, decidieron enviarlo de vuelta a Gran Canaria.
Pragmatismo implacable
Rejón no perdió el tiempo ni intentó negociar. Tampoco le habrían creído. Aprovechó una misa en la iglesia de San Antonio para orquestar la captura de Pedro de Algaba y del deán Bermúdez. Ambos fueron detenidos, y al día siguiente, el primero fue ejecutado públicamente por traición y el segundo, desterrado a La Gomera. A pragmático e implacable no le ganaban muchos. Cuando los Reyes se enteraron, Pedro de Algaba ya no podía defenderse.

Efigie de Juan Rejón ubicada en la fachada de la Casa de Colón. / LP/DLP
La ejecución pública, sin juicio ni defensa, tuvo un fuerte valor simbólico. Rejón no solo había regresado del destierro y recuperado el favor de la Corona, sino que establecía con crudeza hasta dónde llegaba su tolerancia. Si eso hizo con un emisario real, ¿qué no haría con cualquiera?
No quedaba entonces nadie que pudiera disputarle el poder. Según Morales Padrón, Rejón concentró en sus manos tanto el poder político como el religioso. Gobernaba como un caudillo absoluto, sin contrapesos.
Altivo, vengativo y para mucho
El retrato que trazan las crónicas de Juan de Abreu Galindo es elocuente: «altivo, amigo de su voluntad y vengativo, pero buen soldado, animoso, osado y para mucho». Esa mezcla de virtudes militares y defectos personales marcó su breve supremacía, y también su manera de ejercer el poder: más que emisario de la Corona, su estilo recordaba al peor señor feudal. Gobernaba por la fuerza, castigaba con teatralidad y eliminaba sin rendir cuentas.
La dureza de Rejón no se limitó a sus compañeros. Su trato hacia la población indígena fue igualmente brutal, aunque en ciertos momentos intentó negociar con ellos para sacar ventaja frente a sus enemigos de turno. Según Morales, esa violencia reactivó focos de resistencia en zonas que ya se creían pacificadas. Lejos de acelerar la conquista, sus métodos la complicaron.
No solo mandaba Isabel
La lucha entre Rejón y sus oponentes parecía personal —y él la asumía como tal—, pero podía esconder algo más. Juan Álvarez Delgado sospecha que, siendo Rejón un protegido de Isabel, Fernando nombró a Algaba como contrapeso para equilibrar la balanza. Ambos habían colaborado en la Santa Hermandad de Sevilla, lo que refuerza la lectura política del nombramiento.

Dibujo de Pedro de Vera realizado por Isidoro Salcedo y Echevarría en el siglo XIX. / LP/DLP
La dictadura de Rejón no daba frutos y la conquista seguía estancada. En 1479, la Corona envió a Pedro de Vera con autoridad plena para retomar el control. Aunque el leonés intentó embarcarse hacia Castilla para defenderse, Vera lo arrestó por sorpresa y lo envió a la Península, sin recurrir a la fuerza. Tal vez para apartarlo discretamente —y aprovechando que seguía siendo un buen soldado, pese a su historial— se le encomendó la campaña en La Palma.
En La Gomera se purgan los pecados
En 1481, rehabilitado por los Reyes y rumbo a La Palma, Rejón hizo escala en La Gomera, señorío de su viejo rival Hernán Peraza. Años antes lo había acusado de actuar contra la Corona por negarle apoyo en Lanzarote, y no había olvidado la afrenta. Esta vez llegó de noche y con hombres armados. No parecía una escala más, sino un regreso con cuentas pendientes.
Peraza no esperó a averiguarlo. Ordenó su captura y, en el forcejeo, uno de sus hombres lo mató. El fundador de Las Palmas de Gran Canaria —eso no se lo quita nadie— no cayó en combate por la Corona ni vio acabada su obra. Su muerte fue un ajuste de cuentas entre viejos enemigos —santo, ninguno.
Rejón parecía tener el carácter ideal para una empresa de conquista, pero acabó siendo más un obstáculo que una ventaja. Si hubiera demostrado eficacia —incluso con sus excesos—, los Reyes Católicos difícilmente habrían prescindido de él, y menos en una coyuntura como aquella; aunque, a decir verdad, nunca lo hicieron por completo. Su energía, su voluntad, incluso su sed de venganza y su osadía lo llevaron a imponerse en solitario tras múltiples caídas. Pero esas mismas pasiones, que lo sostuvieron, también lo arrastraron. A hierro vivió, y los suyos lo mataron.
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