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Lola Chirino, un siglo de vida enhebrada en La Isleta

La prima del reconocido escultor canario Chirino cumple cien años, aunque la edad no le quita las ganas de seguir activa con sus manos, que conservan las huellas de una meticulosa labor cosiendo moda

Nayra Bajo de Vera

Nayra Bajo de Vera

Las Palmas de Gran Canaria

Los años de trabajo se acumulan en sus manos. Por ellas han pasado miles de hilos para coser todo tipo de prendas desde que tenía 13 años, cuando tuvo que dejar de estudiar para ayudar a su familia. También con los dedos, que no han perdido su pulso férreo, sostiene pinturas y creyones para colorear cuadros y mandalas. Dolores Chirino López, prima hermana del escultor Martín Chirino, se convierte este 9 de octubre en una ciudadana centenaria de Las Palmas de Gran Canaria, aunque la edad no le quita las ganas de seguir activa.

Su historia comienza en 1925, año en que nacieron tres primos: Martín Chirino, la también escultora Francisca Melián Chirino y por último Dolores, más conocida como Lola. Tanto en su infancia como en la edad adulta, mantuvieron una muy buena relación. Cuando eran pequeños, solían disfrutar juntos en la playa de Las Canteras y pasados los años, cuando el reconocido escultor estaba de regreso en la Isla, seguían quedando para charlar y pasar el tiempo en familia. Pero también en la distancia, cuando hacía su vida en Madrid, no había navidades o cumpleaños en que no se llamasen por teléfono.

Memoria muscular en las manos

Aunque Lola no llegó a consagrarse en las artes, desarrolló durante muchos años de su vida una meticulosa labor cosiendo, bordando y tejiendo que aún permanece en su memoria muscular. A medida que indaga en sus recuerdos, va planchando con las manos el mantel que hay sobre la mesa. En la punta de sus dedos permanecen huellas grabadas que dan pistas sobre un trabajo que, asegura, le gustaba mucho realizar.

Un siglo de vida da para llenar cientos de páginas y decenas de libros, pero Lola no se siente diferente: «Yo estoy bien, no me duele nada». Tampoco piensa que haya ningún secreto para su longevidad más allá de comer bien, dormir bien y estar rodeada por sus dos hijos y cuatro nietos para celebrar su cien cumpleaños.

Lola nació en una casa con un gran jardín que atraía a los turistas que paseaban por La Isleta. «Después de la guerra venían los turistas por la calle y mi madre les decía, "¿quieren pasar a hacerse fotos?", y ellos decían, "sí, sí, sí", y mi madre decía "pues pase", porque era un jardín enorme», rememora.

Entre telas y zapatos

En aquella época, Lola trabajaba cosiendo y bordando junto a su madre mientras su padre, un hombre que recuerda generoso y trabajador, iba encadenando distintos empleos. Inicialmente era oficinista, pero hubo una fusión entre dos empresas que culminó con varios despidos. Desde entonces, trabajó en oficios variados que fueron desde el muelle hasta los arreglos de zapatos.

«Venía la gente y él arreglaba los zapatos. Por la puerta de atrás tenía una tonga de zapatos que la gente le traía y una vez vino una señora y le dijo, "maestro, estos zapatos no son los míos", y él dijo: "¿Cómo que no? Yo se lo arreglé, se lo transformé. Son los suyos, ahora que están arreglados"», relata Lola.

Mientras su padre arreglaba zapatos, Lola se dedicaba a hacer trajes para la tienda de moda de los Batista, en Triana. Allí la conocían como Solita, en referencia a su madre, Soledad López Frugoni. «El apellido Frugoni era italiano porque la abuela de mi madre era hija de un italiano. Así se escribe la historia», cuenta.

Un noviazgo de doce años

Lola se casó a los 30 años después de un largo noviazgo que comenzó danzando a los 18 años. En aquella época, durante un baile en un salón, Manolo la sacó a bailar a pesar de que ni él ni ella sabían, por lo que aprendieron juntos mediante el ensayo-error.

La boda se demoró mucho tiempo porque Manolo, que era futbolista, estuvo durante años jugando en un equipo de Huelva. Pero llegado el momento, Lola decidió plantarse y Monolo regresó. Entonces, el padre de Lola les dio la mitad de un solar en La Isleta, un barrio donde, tal y como rememora, antes se conocía todo el mundo y las puertas de las casas estaban siempre abiertas.

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