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El día que Franco mató sin querer

Este 26 de octubre se cumplen 75 años de la única visita que Franco realizó a las Islas Canarias como jefe de Estado, una jornada que acabó con cuatro muertos

Casa Lleó, en la calle Triana.

Casa Lleó, en la calle Triana. / Andrés Cruz

Las Palmas de Gran Canaria

El jueves 26 de octubre de 1950, sobre las nueve de la mañana, el viejo crucero Canarias rasgaba las aguas del puerto de La Luz y de Las Palmas con la pompa de quien transporta al mismísimo jefe de Estado. Francisco Franco pisaba por primera vez Gran Canaria desde su partida, el 18 de julio de 1936, y Las Palmas de Gran Canaria entera se había volcado en recibirlo con el fervor que imponía la dictadura.

Cuando el buque atracó en el muelle del Arsenal de la Base Naval, todas las autoridades le aguardaban.

Tras ocupar un automóvil descubierto junto al alcalde Francisco Hernández González, la comitiva oficial inició su desfile por las calles engalanadas. Le seguía el vehículo en el que viajaba su esposa, Carmen Polo, acompañada por la señora del ministro de la Gobernación, y tras ellos, numerosos automóviles más. El cortejo recorrió un itinerario cuidadosamente trazado que culminaría en la plaza de Santa Ana. Atravesaría la calle León y Castillo, seguiría por Triana -arteria comercial de la ciudad- y doblaría por Malteses.

La gente se agolpaba en las aceras y en los balcones. Cada ventana era un palco improvisado, cada barandilla una primera fila para contemplar aquel espectáculo. Las mujeres lucían sus mejores galas, los hombres su traje de los domingos. Algunos dispuestos a vitorear al Caudillo cuando pasara bajo sus casas por convicción y otros por conveniencia.

Eran aproximadamente las nueve y media de la mañana. La calle mayor de Triana ya hervía de público expectante, pero en la planta baja de la Casa Lleó había una farmacia regentada por un hombre que permanecía ajeno a todo aquello: Tomás Valido Rodríguez.

Tomás había sido vocal del Partido Republicano Federal, por lo que tras estallar la Guerra Civil tuvo que comparecer ante el Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Canarias que lo condenó a la inhabilitación durante varios años y a una sanción económica anual por haber cometido el imperdonable error de creer en la República.

Detenciones

Aunque desde hacía unos años había recuperado el derecho a ejercer como farmacéutico, su pasado republicano seguía marcándolo. Con motivo de tan señalada visita, la Policía desplegó todo su aparato represivo. A modo de prevención, registraron las casas y negocios de los republicanos y detuvieron a varios de ellos como potenciales terroristas.

Otros, sabiendo lo que les esperaba, se adelantaron a los acontecimientos huyendo de la ciudad. Uno de ellos fue Juan Rodríguez Doreste, que varios días antes partió hacia el otro extremo de Gran Canaria en compañía de su mujer. Por aquel entonces Maspalomas tan solo era una extensión infinita de arena virgen, un desierto sin más ley que el viento y las olas. Allí, acogidos por otro Franco -de nombre Marcial-, mayordomo del conde de la Vega Grande y encargado de aquella finca, pasaron los días de la insigne visita refugiados en una humilde caseta.

Pero Tomás Valido, debido a su profesión, tuvo que quedarse. Por eso los policías lo visitaron días antes con instrucciones claras y terminantes: temiendo que pudiera protagonizar algún disturbio, durante el paso de la comitiva debía permanecer en el interior de su farmacia. No podía asomarse, ni siquiera contemplar al Generalísimo desde la puerta.

Tomás obedeció. Permaneció dentro, entre frascos de medicamentos y recetas, mientras fuera la ciudad entera se volcaba en las calles.

Y entonces sucedió lo impensable: desde detrás del mostrador vio caer cuatro cuerpos y un montón de escombros justo delante de la puerta de su farmacia.

¿Qué había sucedido?

Casa Lleó, en la calle Triana.

Casa Lleó, en la calle Triana. / Andrés Cruz

Justo encima, en el balcón del segundo piso de aquel edificio, Luis Viera Hernández -perito aparejador y subdirector de la Compañía de Seguros ‘La Previsión Española’- compartía el momento con el hermano de su esposa, Cándido Gil Rodríguez, maestro de escuela de cuarenta años, que había acudido expresamente a casa de su cuñado para presenciar el desfile sin imaginar que aquella visita sería la última de su vida.

Porque encima de ellos, en el balcón de la tercera planta, tres mujeres se asomaban con esa curiosidad inocente de quien cree estar presenciando la Historia sin saber que está a punto de protagonizarla: Francisca Inglott del Río, su prima Soledad del Río Falcón y María Mendoza Díaz.

Nadie sabe qué pensaron aquellas tres mujeres en la fracción de segundo en que el suelo cedió bajo sus pies. Quizá no tuvieron tiempo para pensar, solo para sentir el vértigo cuando el balcón se desplomó con un chasquido seco.

La caída duró apenas un instante. En su trayectoria mortal, los escombros cayeron directamente sobre Luis y Cándido, que no tuvieron tiempo de reaccionar.

Francisca y María murieron en el acto al estrellarse contra la acera. Una de ellas, en su caída, desnucó a Luis y Cándido pereció bajo el impacto devastador de los desprendimientos.

Solo Soledad salvó la vida al quedar empotrada en el balcón del segundo piso, ese mismo balcón que acababa de convertirse en el cadalso de Luis y Cándido.

María dejaba viudo a Santiago Bravo de Laguna y Ponce de León y huérfanos a tres hijos que habían salido esa mañana de casa sin saber que era la última vez que verían a su madre. A su vez, Francisca, casada con Francisco Inglott Artiles, corredor de comercio, dejaba cuatro hijas que de pronto tendrían que aprender a vivir sin ella.

A sus 44 años, Luis Viera habitaba aquel piso con su mujer y siete hijos que no esperaban verlo morir. Delegado provincial de la Vieja Guardia de Falange, jamás habría imaginado que moriría minutos antes de ver a su idolatrado Caudillo. Su cuñado Cándido, maestro de escuela que educaba a los niños de la posguerra, tampoco regresaría a su aula.

Franco ni se enteró

Cuatro vidas segadas en un instante. Cuatro familias rotas. Pero los cadáveres fueron retirados rápidamente y el dictador prosiguió su itinerario ignorando la tragedia.

¿Y qué hizo la prensa de la época? Lo de siempre: guardar silencio. Ni una línea sobre el accidente. Ni una referencia a la tragedia. El régimen no podía permitir que nada empañara la visita triunfal del salvador de la patria. Solo las esquelas aparecieron en los periódicos porque, claro está, eran pagadas.

Si Tomás Valido hubiera estado asomado -como el resto de los comerciantes de Triana- habría muerto aplastado. Su nombre se habría sumado a la lista de víctimas, su esquela habría aparecido junto a las otras cuatro en los periódicos, y su historia habría quedado enterrada bajo el mismo silencio que cubrió la tragedia.

Casa Lleó, en la calle Triana.

Casa Lleó, en la calle Triana. / Andrés Cruz

Paradoja

Pero Tomás no murió, se salvó precisamente porque el régimen no confiaba en él, porque lo consideraban peligroso, porque su pasado republicano lo convertía en una amenaza potencial. Paradójicamente, la misma represión que le había arruinado la existencia durante más de una década, que lo había inhabilitado, multado y humillado, le salvó la vida.

Han pasado 75 años y la Casa Lleó permanece imperturbable en el número 65 de la calle Triana, haciendo esquina con la calle Arena, con la elegancia contenida del modernismo canario, testigo silencioso de aquella mañana terrible.

Pero quien se detenga a observar su tercera planta notará algo extraño: todas las ventanas conservan sus balcones, excepto la última del extremo derecho. Ese hueco, esa ausencia, es el único recuerdo que queda de aquel drama. Un balcón ausente, un vacío que quizás cuente más que cualquier placa conmemorativa.

Porque esa es la historia que nadie quiso contar: que el día que Franco visitó Canarias por primera y última vez siendo jefe de Estado, cuatro personas murieron esperando verlo pasar. Que sus cuerpos cayeron sobre la calle engalanada para recibirlo. Que la prensa calló. Que el régimen prefirió el silencio y que un hombre se libró de morir aplastado gracias a la misma dictadura que lo oprimía.

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