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Tres voces, dos cruces, un epitafio: el misterio de Rafaely

El lunes se cumplió el 43º aniversario de la prematura muerte del artista Rafael Bethencourt López, más conocido como Rafaely, cuya enigmática lápida esconde una fascinante historia

Tumba de Rafaely.

Tumba de Rafaely. / José Carlos Guerra

Las Palmas de Gran Canaria

Durante una reciente visita al cementerio de San Lázaro, un nicho atrajo mi atención. En su lápida se leía una inscripción que, a primera vista, parecía extraída del Evangelio: «No sabéis acaso que he de volver para estar de nuevo entre vosotros». Aunque debajo figuraba el nombre de Jesús, no recordaba haber encontrado dicha frase en ningún pasaje neotestamentario.

Movido por la curiosidad, decidí indagar y tras una larga investigación, descubrí que aquella inscripción no procedía del Evangelio, sino de una frase atribuida a Ramana Maharshi, uno de los gurús hindúes más célebres del siglo XX, que cuando se encontraba a las puertas de la muerte y sus numerosos discípulos le rogaron que no los abandonara, respondió serenamente: «Siempre estaré con vosotros, ¿a dónde podría ir?».

Al leer esas palabras, el difunto que ocupaba el nicho quedó profundamente impresionado y junto a un amigo, decidió que, llegado el momento, figurarían en su lápida, aunque ligeramente parafraseadas, con un matiz evangélico que hiciera pensar que habían sido pronunciadas por el propio Jesucristo.

Pero la inscripción no era lo único sorprendente en aquella lápida. La frase estaba flanqueada por dos cruces que revelaban las inquietudes místicas del finado. A un lado se alzaba una cruz trebolada con una rosa en el centro, símbolo de la AMORC -Antigua y Mística Orden de la Rosacruz- y al otro, un búcaro mostraba otra cruz, pero en este caso templaria, pues quien allí reposaba también había sido miembro de la Orden Renovada del Temple.

Conocimientos esotéricos y místicos

Ambas afiliaciones revelaban las inquietudes espirituales del difunto, buscador incansable de conocimientos esotéricos y místicos que trascendían ampliamente las fronteras de la fe en la que fue bautizado. Pues, como indica la lápida, allí reposan los restos de Rafael Bethencourt López, más conocido en el mundo artístico como Rafaely, heredero de esa larga tradición de pintores rosacruces que incluye nombres tan diversos como Antoine de la Rochefoucauld, Alexandre Séon, Joséphin Péladan, Diego Rivera e Yves Klein.

Rafaely abandonó este mundo con tan solo 49 años a consecuencia de un paro cardíaco el 27 de octubre de 1982, y una de las anécdotas más sobrecogedoras relacionadas con su muerte tiene como protagonista precisamente a quien había participado en la elección de su epitafio: Paco Rodríguez, taxista de profesión, que mantenía con él una amistad tan estrecha que cada día lo llevaba y recogía del trabajo.

Rafaely, con su primera escultura de la Escuela de Abraham Cárdenes

Rafaely, con su primera escultura de la Escuela de Abraham Cárdenes / LP/DLP

Paco aún no puede evitar estremecerse al recordar que aquella fatídica fecha Rafaely se sentía especialmente cansado, así que tras llevarlo a su casa al término de la jornada, regresó a la suya y se quedó dormido. Sin embargo, en mitad del sueño oyó una voz que lo llamó por su nombre hasta tres veces, con tal insistencia que lo despertó sobresaltado. Confundido, Paco preguntó a su esposa por qué lo había llamado, pero ella le respondió que no había dicho una palabra. Entonces, un presentimiento inquietante lo impulsó a llamar de inmediato a Rafaely, pero quien contestó fue su hijo Gorki dándole la devastadora noticia de la muerte de su padre.

Fallecimiento en vísperas de las elecciones

La noticia de la prematura partida de Rafaely quedó trágicamente eclipsada por uno de los acontecimientos políticos más trascendentes de la historia contemporánea española. Su muerte pasó casi inadvertida, pues coincidió con la jornada previa a las históricas elecciones generales que otorgaron la victoria al PSOE, celebradas al día siguiente de su fallecimiento.

La ironía del destino quiso que personalidades políticas como su amigo Juan Rodríguez Doreste, quien había dejado voluntariamente la alcaldía pocos meses antes, no pudieran acudir aquella tarde al cementerio. Sus obligaciones políticas les obligaron a seguir el conteo de votos en tiempo real para a continuación celebrar la victoria en el Bodegón del Pueblo Canario. Así, el entierro de Rafaely pasó desapercibido, silenciado por el estruendo de un cambio político histórico que marcó una época y acaparó toda la atención mediática y social del momento.

Más que pintor

Pero al recordar a Rafaely, es fundamental subrayar que fue mucho más que un pintor. Su obra, marcada por el sello distintivo de la diversidad, abarcó múltiples disciplinas y técnicas -desde el óleo hasta el dibujo, pasando por la escultura, la caricatura y la acuarela-, con una versatilidad poco común en el panorama artístico canario de su época. Formado técnicamente en la Escuela Luján Pérez, donde gozaba del aprecio de sus compañeros, Rafaely se situaba siempre en primera línea cuando se trataba de organizar actos culturales, conferencias, proyecciones y otros eventos en la sede de dicha institución.

Rafaely, en su taller

Rafaely, en su taller / LP/DLP

Su trayectoria profesional estuvo jalonada de exposiciones, tanto individuales como colectivas. Colaboró asiduamente en la prensa como crítico de arte, caricaturista y viñetista, dejando su impronta personal en el periodismo cultural de la época. Su talento fue ampliamente reconocido con numerosos galardones: compartió el premio de caricaturistas junto a Paco Martínez y Eduardo Millares, obtuvo el primer premio de pintura abstracta, y desarrolló una notable labor como ilustrador de revistas y libros.

En 1961, junto a Felo Monzón, fundó el Grupo Espacio y formó parte de diversas asociaciones, tanto a nivel local como internacional: fue miembro activo de la Agrupación de Acuarelistas Canarios, de la Agrupación de Caricaturistas, de la asociación de Ex-Libristas de Barcelona y de la Orden PAHC de París (Patrie Art Humanisme Civisme), academia francesa que premia a artistas y personalidades destacadas por sus contribuciones al arte, las humanidades y el compromiso cívico.

Tragedia cultural

Como muralista, Rafaely realizó alrededor de una decena de murales en diversos locales de Las Palmas de Gran Canaria y otras islas del archipiélago, incluida la Casa del Marino de Lanzarote. Lamentablemente, todos fueron destruidos con el paso del tiempo, víctimas de la desidia, las reformas arquitectónicas o el simple olvido. Esta pérdida irreparable nos priva de contemplar aspectos fundamentales de su obra y representa una de esas tragedias culturales silenciosas que empañan la historia del arte canario.

Afortunadamente, varios museos adquirieron en su momento obras del pintor, por lo que muestras de su arte se conservan en colecciones privadas de Madrid, Barcelona y Nueva York. Un patrimonio disperso que testimonia su proyección más allá del ámbito insular.

Iván Bethencourt, hijo de Rafaely, junto a una escultura de su padre.

Iván Bethencourt, hijo de Rafaely, junto a una escultura de su padre. / LP/DLP

Quienes conocieron a Rafaely subrayan que no solo era un lector insaciable, sino también un declarado rusófilo, tanto que su pasión por el gigante eslavo quedó plasmada en los nombres que puso a sus hijos. Al primogénito lo llamó Iván, por el escritor Iván Turguénev; al segundo, Gorki, por Máximo Gorki; y al menor, Yuri, en honor a Yuri Gagarin, el primer cosmonauta.

El origen de su nombre

Incluso su nombre artístico, Rafaely, ha sido objeto de especulación y curiosidad entre quienes analizan su obra. ¿De dónde surgió la idea de añadir una y griega a su nombre de pila? Su familia siempre ha creído que esa elección podría estar vinculada a su amor por el arte italiano y a la memoria de su segundo apellido materno, Frugony, procedente del país transalpino.

Aquel 27 de octubre de 1982, mientras España se preparaba para un cambio político trascendental, se apagaba discretamente la vida de un hombre que había dedicado su existencia a la belleza, al arte y a la búsqueda de la verdad espiritual. La voz que llamó tres veces a su buen amigo en sueños quizás fue su manera de despedirse, fiel hasta el último aliento a su creencia en la trascendencia y en el vínculo invisible entre este mundo y el otro.

Y en esa lápida enigmática del cementerio de San Lázaro perdura su promesa: «No sabéis acaso que he de volver para estar de nuevo entre vosotros», aguardando a quien, como yo, se detenga a leer sus gastadas letras y cumpla, aunque sólo sea por un instante, la profecía grabada en su epitafio.

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