Sobria, inteligente y elaborada con un lenguaje personal y exquisito, este tercer largometraje del director danés Joachim Trier nos confirma que estamos ante un autor con más que prometedor futuro que no ha desaprovechado la gran oportunidad que se le ha dado tras llamar la atención internacional con su segunda película, Oslo, 31 de agosto, que rodó en 2011.

La posibilidad de tener a sus órdenes un reparto de tanta categoría, encabezado por el irlandés Gabriel Byrne, el norteamericano Jesse Eisenberg y la francesa Isabelle Huppert, y el complemento de un guión magnífico firmado por el propio director y por Eskil Vogt, han originado un producto notable que formó parte, con méritos sobrados, de la sección oficial del Festival de Cannes.

El foco de atención de la cinta no es otro que la familia y en el seno de ella cuestiones de primer orden como la ausencia, la adolescencia, la incomprensión y el dolor. Para cubrir todos los flecos de un expediente tan complicado, el realizador ha recurrido a una sintaxis que maneja con suma habilidad los tiempos, de forma que presente y pasado se suceden con una armonía y, sobre todo, una precisión que eliminan cualquier atisbo de confusión.

El punto de partida viene marcado por el impacto dramático de la muerte de la madre, Isabelle, fotógrafa de prensa, especializada en conflictos bélicos, justamente cuando estaba preparando una exposición sobre su obra. Las circunstancias de su fallecimiento, en un accidente de tráfico, son decisivas para sus seres más allegados, el esposo, Gene, y sus dos hijos, el mayor Jonah y el adolescente Conrad.

A partir de estos datos se asiste a un análisis del clan a través de sus miembros, especialmente de un padre, que no logra conectar con su hijo pequeño, a pesar de que lo intenta integrándose en su mundo y alejado de todo signo de autoritarismo. Pero hay síntomas evidentes de que está pagando una factura del pasado que sigue operativa. La reunión del trío no parece que vaya a saldar las cuentas de un pasado todavía muy vivo.