Sus únicas y relativas virtudes se ciñen a la habilidad narrativa del director, Jason Zada, sobre todo teniendo en cuenta que estamos ante su debut en el largometraje, para configurar un clima de tensión que se va haciendo paulatinamente angustioso hasta desembocar en un final, demasiado gratuito, que roza lo grotesco.

No es un subproducto detestable, como buena parte de la especialidad que llega a las pantallas con señas de identidad semejantes, pero en ningún caso es un título a recordar y, menos, a elogiar o recomendar. Su argumento, la supuesta aparición de fantasmas en determinados lugares malditos, en este caso un bosque de Japón, Aokigahara, que tiene el siniestro record mundial de suicidios.

No es un prodigio de originalidad y lo que ofrece suena en gran medida a trillado. Con la consabida etiqueta del thriller sobrenatural, la cinta nos convierte en compañeros de viaje de la protagonista, Sara, que ha llegado a Japón desde Estados Unidos para buscar a su hermana gemela, Jess, misteriosamente desaparecida en un bosque que se encuentra en la falda del mítico monte Fuji.

Sara ha tenido siempre un sexto sentido, por la conexión psicológica que le une a Jess, para intuir cuando ésta se encuentra en serio riesgo de muerte y está dispuesta, una vez más, a rescatarla del peligro. Lo hará, sin embargo, desoyendo al guía del bosque, que le pone al tanto de las horribles criaturas que aparecen por la noche en un lugar plagado de suicidios.

Contará, no obstante, con la ayuda de un periodista australiano que le pide a cambio permiso para escribir un artículo sobre la experiencia. Así se intenta justificar, desde la llegada de Sara y el reportero a Aokigahara, todo un cúmulo de horrores que brotan como setas a partir de la entrada en estos siniestros dominios.

Es el momento del puro desmadre, con abuso de planos impacto de horrorosos espectros haciendo de las suyas y un inesperado y poco convincente cambio de actitud de personajes clave de cara a convertir también la sorpresa en invitado al aquelarre.