Mel Gibson ha vuelto. No lo ha hecho dentro de una gran producción de Hollywood, como ocurría cuando era una de sus mayores y rentables estrellas, sino con un titulo estimulante, aunque menor, Vacaciones en el Infierno.

Lejos quedan los tiempos de Mad Max, Arma Letal o Braveheart. No es que una película sin apenas vida comercial como Vacaciones en el infierno vaya a devolver a Mel Gibson al lugar de privilegio que ocupaba en el firmamento de Hollywood, pero al menos sirve para reconciliarse en parte con un actor que, con escasos registros interpretativos, demostró casi siempre poseer una presencia incontestable ante las cámaras, un saber estar que, en buenas manos, brillaba con solidez y carisma. Y viene a confirmar que, por desgracia, el cine no va a sacar provecho de este Gibson maduro, de mirada castigada y arrugas abiertas en canal en un rostro que, en sus comienzos, destilaba una guapura a medio camino entre la vulnerabilidad y la dureza, que dio mucho juego en varias películas.

El vía crucis intimo de Gibson (alcoholismo, divorcio, amores fugaces y reñidos; declaraciones lamentables que supuraban machismo, racismo, antisemitismo y homofobia) le ha sacado a empujones del escaparate cuando todo iba sobre ruedas, incluso su incipiente carrera como director: de triunfar con la épica de Playmobil de Braveheart, a levantar ampollas y devociones con el bíblico sadismo de La pasión de Cristo y enredarse en un Apocalypto que, a pesar de sus buenos momentos, caía sacrificado en el altar de un efectismo estéril. Gibson (Nueva York, 1956) tuvo su primera gran oportunidad en el cine australiano y no la desaprovecho. Nadie apostaba un dólar por un proyecto como Mad Max, un titulo apocalíptico sobre un justiciero que recorre las carreteras de un mundo en el que escasea la gasolina en busca de los asesinos de su familia; pero, para sorpresa de todos, la obra de George Miller se convirtió en una cinta de culto y logro un gran éxito de taquilla. Peter Weir le saco un buen rendimiento en el emocionante bélico Gallipoli, antes de consolidarse como estrella en la secuela de Mad Max. Weir le convirtió en héroe romántico en El año que vivimos peligrosamente, en la que su química con Sigourney Weaver arrancaba chispas a la pantalla. Tras una ristra de películas solidas, aunque olvidables (Cuando el río crece, Mrs. Soffel, Motín a bordo), Gibson volvió a dar en la diana con una tercera entrega de Max Max y, sobre todo, con Arma Letal, un entretenido policiaco típico y tópico de humor y acción sobre una pareja de compañeros en constante conflicto, dirigida con brío por Richard Donner y bien respaldado por Danny Glover. Gibson seria el actor con el que la divina Michelle Pfeiffer hizo mejores migas en asuntos de química, en la fallida Conexión Tequila.

Se convirtió en una apuesta segura con vistas a la taquilla con proyectos irrelevantes (Dos pájaros a tiro, Air América, Eternamente Joven, Maverick...), e incluso se atrevió con Shakespeare en Hamlet. No era lo suyo: demasiada mueca hueca. Luego tuvo altibajos, pero mantuvo el tipo pegando tiros o poniéndose medias (En qué piensan las mujeres), hasta que inicio la cruzada de La pasión de Cristo y su carrera como actor pasó a un segundo plano.