El musical es uno de esos géneros cinematográficos al que todo el mundo da por finiquitado desde hace décadas y, de repente, revive, aunque sea aisladamente, gracias al éxito de una o dos películas. No tiene la misma salud comercial de la que goza la comedia, el terror o el thriller, pero ahí está, inasequible al desaliento, como el wéstern, negándose a desaparecer y volviendo siempre por la puerta grande.

A veces con polémica, como es el caso de Moulin Rouge, el primer gran musical del siglo XXI con permiso del más minimalista y marciano Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier y con Björk. Para unos, a Baz Luhrmann se le fue la mano en sus coreografías, escenografías y anacronismos musicales. Para otros, suponía la máxima revolución: la renovación del musical clásico en la era disruptiva de la nueva modernidad.

En estas dos últimas décadas ha habido intentos de reverdecer viejos laureles con el musical hollywoodiense más clásico, aunque influenciado por la estética del francés Jacques Demy, como es el caso de La ciudad de las estrellas (La La Land) (2016), filme tan vitalista como nostálgico que, además, aunque fuera solo durante un minuto y por error, llegó a coronarse con el Oscar. Damien Chazelle, que en este tiempo ha hecho musicales de lo más variado, o dramas con fondo jazzístico –Whiplash (2014), la serie The Eddy (2020)–, recuperó las esencias del musical de los 50, de Arthur Freed, Stanley Donen, Gene Kelly y Vincente Minnelli, con escenas tan portentosas como la coreografía inicial en pleno atasco en la autopista. Flor de un día. Quizá, pero se agradeció.

En la misma línea, aunque con resultados menos productivos, estaría Chicago (2002), adaptación de una obra musical de Bob Fose en la que Richard Gere demostró no saber bailar bien claqué, pero ese era uno de los problemas menores de una película que ni supo ser clásica ni tampoco moderna. Lo mismo le pasó a Nine (2009), actualización del Ocho y medio de Federico Fellini a la tramoya del musical estadounidense. Bill Condon, guionista de Chicago, realizó en el año 2006 la exuberante Dreamgirls, inspirada veladamente en la andadura de Diana Ross y las Supremes.

A su manera, desde la excentricidad que le ha caracterizado siempre, Tim Burton se sumó al revival del género con Sweeney Todd. El barbero diabólico de la calle Fleet (2007), según libreto de Stephen Sondheim. De Broadway a Hollywood pasó también Los miserables (2012), uno de esos musicales que se ha representado durante décadas en los escenarios. Y algunos biopics sobre músicos de rock como Freddie Mercury y Elton John han funcionado bastante bien, aunque su condición de musicales en el sentido estricto de la palabra es más discutible, como las producciones independientes y low cost del tipo Once (2007), o los fastos audiovisuales a costa del espectáculo Mamma mia. En España, Los Javis le dieron una vuelta de tuerca al género con la delirante La llamada y su revival religioso a costa de Whitney Houston.

Lo dicho anteriormente. El musical es flor de un día. Y en el futuro inminente, ese día tiene ya fecha: el 10 de diciembre, cuando se estrene el remake de West side story dirigido por Steven Spielberg.