Isaki Lacuesta se ha enfrentado a muchos retos a lo largo de su carrera, pero quizás 'Un año, una noche' sea, al mismo tiempo, su proyecto más ambicioso y también el más delicado, sobre todo por el material que maneja: las memorias de un superviviente de la matanza del Bataclan, Ramón González, que utilizó la escritura (‘Paz, amor y death metal’) para exorcizar sus fantasmas, los que aparecieron durante esa noche de horror y los que le acompañaron a lo largo de mucho tiempo a causa del trauma sufrido.

En este caso la responsabilidad era mayor, reconoce el cineasta. Por muchos motivos, ese atentado quedó fijado en la memoria colectiva. Una sala de conciertos, donde la gente iba a escuchar música, se convirtió en un escenario de violencia y muerte. ¿Cómo plasmar semejante atrocidad? “Me marqué algunas líneas rojas”, cuenta el director durante la presentación de la película en Madrid. “Entre ellas, que no se viera a la gente siendo tiroteada, que no hubiera impactos y que no aparecieran los terroristas”. Fue una decisión ética, una forma de crear conciencia a través de la imagen. “No me vi capaz de mostrar el atentado en primer término, sino que lo viéramos a través de los personajes y, de esa forma, jugar con sus recuerdos, con el concepto de imagen reprimida, aquellas cosas que guardas en el subconsciente porque son incapaces de asimilar”. 

El prisma de la subjetividad

En la película, que se estrena este viernes en cines, la perspectiva es doble. Además de Ramón González (interpretado por Nahuel Pérez Biscayart), también se ofrece el punto de vista de su pareja, Céline (Nóemi Merlant). Mientras él siente la necesidad de hablar sobre lo que ha ocurrido, ella se crea una coraza protectora de negación. Dos formas opuestas de reaccionar frente al dolor. Por eso, cada uno recreará esos momentos también de forma diferente, de manera que los recuerdos de esa noche se irán colando en sus cabezas a lo largo de un año. De esa forma, el espectador, podrá construir el puzle de lo que vivieron y sintieron a través del prisma de su propia subjetividad. Toda una experiencia que se construye a través de un mecanismo de montaje muy elaborado. “Intentamos que la imagen y el sonido respondieran a sus estados emocionales y mentales. Ese caos en sus pensamientos era importante, pero no quería que la fragmentación se convirtiera en un recurso estético que emanara del capricho del director como si fuera un titiritero, sino que surgiera de los protagonistas, de sus miedos y su angustia para plasmarlos de forma más sensitiva”. 

El director trabajó con una coreógrafa para intentar captar con la mayor exactitud posible la forma física en la que se relacionan los personajes, desde sus pasos tambaleantes al salir del infierno de la sala de conciertos, totalmente desorientados, a su forma de reaccionar ante los ruidos, ante contacto corporal, el mero roce. “Hay experiencias que te cambian por dentro, y eso se manifiesta por fuera. Se nota el peso físico y eso les ocurre a todas las víctimas de violencia”, cuenta el director, que lleva un tiempo filmando un documental sobre ETA en el que ha podido comprobar esta cuestión al hablar con los supervivientes del conflicto vasco. 

El racismo estructural

En 'Un año, una noche', también se habla del racismo estructural dentro de nuestra sociedad. Céline trabaja en un centro de menores y tendrá que enfrentarse al odio de muchos jóvenes que se sienten excluidos y marginados. “En Francia el 90% de los chavales son de origen árabe, ya sean de segunda o tercera generación y el estigma lo llevan integrado, sufren la mirada del otro todos los días. Por eso en la película quisimos introducir esto, para enfrentarnos a nuestros propios prejuicios. Me parecía muy potente hablar acerca del miedo a descubrir que dentro de ti hay una persona racista, detestable, alguien que crees que no existía y cuando surge un detonante, resulta que lo llevas ahí incrustado. Si negamos que esto existe, nunca lo vamos a corregir. La segregación racial está ocurriendo también en nuestro país y estamos repitiendo los mismos errores que en Francia”, cuenta el director en relación con la población inmigrante que hay en Salt, junto a Girona, donde él reside. 

Ramón González consiguió superarlo, y esa experiencia le sirvió para replantearse su vida, cambiar de trabajo, empezar a escribir e impartir clases, precisamente en uno de los distritos más pobres de París donde la mayor parte de la población es interracial. Pero el peso de lo que experimentó le seguirá acompañando. “Le preguntaron en el Festival de Berlín a Noémie Merlant si el público francés estaría preparado para ver esta película. Y no hay una respuesta homogénea. Hay gente que necesita confrontarse con lo que ocurrió y otros que no y, por último, están los que no sabrán jamás qué es lo mejor, si recordar u olvidar”.