La Berlinale está en crisis. En realidad, lleva mucho tiempo estándolo. Tradicionalmente considerado como uno de los tres festivales de cine más importantes del mundo, desde hace dos décadas ha ido quedando rezagado respecto a los otros dos -Cannes y Venecia- y viendo su presencia en el podio amenazada por otros rivales sobre el papel menores, en parte por la incómoda posición que ocupa en el calendario y en parte por su creciente indecisión sobre qué tipo de certamen quiere ser.

Se supone que esta última cuestión debe ser respondida por su nuevo director artístico, el crítico italiano Carlo Chatrian, que solo ha necesitado tres años en el cargo para pasar de héroe a villano. Acusado de convertir la Berlinale en un evento cada vez más local y de privilegiar en exceso el cine de autor de línea dura, en la 73ª edición del festival se juega mucho. Por eso, más le vale que el nivel general de las películas que se proyectarán en los próximos diez días -entre las que, como se detalla unas líneas más abajo, abunda el cine hecho por españoles- esté muy por encima del de la que este jueves se ha encargado de inaugurar la muestra.

La película se titula ‘She Came to Me’, y la protagonizan Anne Hathaway, Peter Dinklage y Marisa Tomei. Eso la convierte en la película con lo más parecido a un reparto estelar de todas las incluidas en el programa, y sin duda ese es uno de los motivos por los que se le ha concedido el honor de abrir el festival; el otro es la curiosa -por injustificada- fidelidad que la Berlinale mantiene hacia su directora, Rebecca Miller. “El amor tiene el poder de transformar a la gente, de cambiar nuestras vidas de trayectoria, y yo he querido hablar de una forma radical de amor”, explicaba hoy la estadounidense ante la prensa acerca de su sexto largometraje -el cuarto que presenta aquí-, que combina el improbable idilio entre un compositor de óperas en crisis y una capitana de remolcador adicta a lo romántico con el retrato de una pareja de adolescentes obligados a tomar medidas drásticas para defender su unión, y salpimenta la mezcla con personajes pretendidamente raritos como una versión histérica de Marie Kondo y un taquígrafo fascista. 

El resultado es una película que quiere mucho pero puede más bien poco: intenta parecerse a las comedias de Woody Allen sobre gente neurótica pero no tiene los diálogos necesarios para ello; trata de reivindicar el sentimiento amoroso pero no logra generar un mínimo de química entre sus intérpretes; aspira a ser estilizada pero, en cambio, es hortera; y se gana el calificativo de absurda no por la extravagancia de la que con tanta desesperación hace bandera sino porque cae en la incongruencia y el desatino.