Demuestra dos cuestiones innegables, que Kenneth Branagh es un todo terreno y que no sólo compagina su labor de director con la de actor y ambas con evidente capacidad, también que se mueve con enorme soltura desde la realización en todos los frentes.

Eso sí, como no podía ser menos, está claro que se le ve más seguro y, sobretodo, más inspirado en determinados géneros. El gran adaptador de Shakespeare, sin ir más lejos, no brilla tanto en el thriller de acción, que es el caso que nos ocupa, aunque ya querrían otros autores que pernoctan en este ámbito revelar su destreza al respecto.

El caso es que con estos precedentes la película que nos ofrece no sé situará en ningún pedestal, pero tampoco representa un error de peso. Realizada contacto y fluidez, sus errores proceden de un guión que además de convencional resulta demasiado previsible, motivo por el cual la parte final, en la que se acumula toda la intensidad, carece de la credibilidad que sería de desear.

Un espectáculo entretenido, pero no apasionante. Se trataba de reutilizar a un personaje convertido en mito por el cine, Jack Ryan, creado por el novelista Tom Clancy y popular por haber intervenido en títulos tan conocidos como La Caza del Octubre Rojo, Peligro inminente, Juego de patriotas y Pánico nuclear.

Idealizado a tope y transformado en un analista, este Ryan ingresa en la CIA después de los sucesos del 11-S y se convierte, sin hacer ruido, en un eficaz agente especializado en seguir el rastro de organizaciones terroristas que tienen su campo de juego.

Aunque en principio se desenvuelve más ante el ordenador y en la cancha económica, Ryan no renuncia a valerse de su agilidad y de sus cualidades físicas, en un reto que remite al Tom Cruise de Misión Imposible. La trama carece del necesario rigor, pero no llega a tambalearse. Ryan salva los papeles con cierta elegancia y hasta deja abierto el final para futuras secuelas.