Dice Matthew McConaughey que la clave para que su carrera este gozando de un relanzamiento desde hace cinco años, tuvo bastante que ver con que, en un momento dado, se cansara de los papeles en comedias románticas y se plantara. Poco a poco, esa negativa se revirtió y propicio que otro tipo de proyectos llamaran a su puerta.

Desde 2012, El chico del periódico, Mud, Magic Mike, su breve pero sonora y memorable aparición en El lobo de Wall Street, su carismático papel como el detective Rust Cohle en la serie del momento de la HBO True Detective... En dos años se ha ganado la etiqueta de actor del momento, con la guinda que ha supuesto el Oscar a la mejor interpretación por el electricista y cowboy Ron Woodroof de Dallas Buyers Club. Es así como el actor texano ha llegado a protagonizar este biopic largamente acariciado, donde valores como la confianza en uno mismo, el tesón y las ganas de vivir acaban

imponiéndose sobre la enfermedad, la homofobia y el doble rasero de las autoridades (gubernamentales y sanitarias).

McConaughey se coloca sobre los hombros la última realización del canadiense Jean-Marc Vallee (C.R.A.Z.Y., La reina Victoria) y, con 21 kilos menos, encarna a su paisano Woodroof, quien, entre 1985 y 1992, se convertiría en narco internacional de medicamentos y en símbolo de la resistencia y del tratamiento contra el SIDA cuando le habían augurado tan solo un mes de vida.

El guion de Craig Borten y Melisa Wallack sale bien parado a la hora de proponer un film de carácter biográfico alejado de los tópicos y del tic hagiográfico habitual de este subgénero, aunque los secundarios no acaban de desarrollarse con la misma fuerza, por mucho que Jared Leto resulte creíble como el travesti Rayon o que la enfermera a la que interpreta Jennifer Garner no caiga en brazos del héroe a la antigua usanza.