Impactante sin necesidad de exagerar o extremar las cosas y de un tremendo dramatismo que se va intensificando a medida que llegamos a una parte final terrible, es también un producto a menudo bello y hasta lírico a la hora de recrear con una soberbia paleta de colores un paisaje que dominan los tonos suaves del desierto y de las dunas de África.

Tiene, además, el inmenso valor de denunciar unos hechos trágicos y reales acaecidos en las cercanías de la ciudad de Timbuktu a finales de julio de 2012 y que no tuvieron, por desgracia, repercusión en los medios de comunicación. Porque lo que el director mauritano Abderrahmane Sissako nos ofrece no es otra cosa que la condena de la barbarie llevada a cabo por un grupo de radicales religiosos que imponen el terror y la muerte en base a unas leyes que elaboran a su manera y con un espíritu de crueldad extrema. Premio del Jurado Ecuménico en el Festival de Cannes y galardón a la mejor película en el Festival de Jerusalén y de mejor director en el de Chicago, está justamente nominada al Oscar a la mejor cinta en lengua no inglesa.

Quinto largometraje de Sissako, uno de los nombres más destacados del actual cine africano, es el segundo que vemos en España, donde solo se había estrenado, y en circuitos muy minoritarios, Bamako. Comprometido y lúcido, aquí se erige en fiel testigo de unos sucesos que son más graves de lo que sus imágenes revelan, que ya es decir, en cuanto que remiten a una realidad, la del Estado Islámico, cada vez más extendida y fanática que se cobra víctimas a diario con procedimientos inhumanos y atroces.

Para ello lo que hace es simplemente describir los cambios que se operan en una pequeña población de Mali que sufre la tragedia de la llegada de unos yihadistas que imponen a sangre y fuego su justicia. No solo prohíben oír y tocar música, fumar y jugar al fútbol -con secuencias tan surrealistas como la de los dos equipos jugando sin balón-, también reírse. Y las penas pueden conllevar latigazos, pero asimismo la pena de muerte por lapidación.