Supone el regreso a la ciencia-ficción y a una dependencia sistemática y exagerada de los efectos visuales en el cine de los hermanos Wachowski que no tenía parangón desde la trilogía de Matrix, pero tiene una diferencia fundamental con esta última y es que va dirigida a un sector de público más joven, prácticamente a los adolescentes, de forma que la historia y todos sus ingredientes esenciales, desde el planteamiento como una epopeya hasta una historia de amor más propia de un cuento de hadas, desprenden ese toque juvenil que deteriora aspectos claves y que le hace perder rigor a las imágenes.

Por otra parte, y esto tampoco debe considerarse un mérito, se abusa tanto de una espectacularidad harto artificiosa, con influencias del cine de superhéroes y una proliferación desmedida de naves espaciales, que se agotan incluso las enormes tragaderas que al respecto tiene un auditorio predispuesto a soportarlo todo. Esto equivale a reiterar que los cineastas norteamericanos no han recuperado su brío de antaño, si bien sí dan un relativo paso adelante tras el fracaso estrepitoso de El Atlas de las nubes.

Las dos horas de metraje despiertan síntomas de cansancio, pero sin llegar a que el tedio se generalice. A partir, como es habitual, de un guión propio, lo que revelan los hermanos Wachowski es que una joven y humilde humana, Júpiter Jones, que tiene ecos de la Cenicienta y que trabaja como una modesta limpiadora, sufriendo las carencias típicas de una familia de inmigrantes de origen ruso, va a cambiar radicalmente su futuro al descubrir que su perfil genético coincide con el de la heredera de todo un imperio galáctico, lo que la convierte en algo así como una terrateniente espacial con todos los derechos a erigirse en heredera de un legado tan deslumbrante que podría modificar el equilibrio del universo.

Nada más y nada menos e implicando a una atractiva muchacha que, sin embargo, no se ha sacudido la mala suerte de varios romances frustrados y que se mueve en el terreno económico casi en las catacumbas.