Podría ser exagerado si la calificamos de decepción, porque hay en ella momentos brillantes y en general la historia resulta tan singular como imaginativa y fantástica, pero es cierto que la previsiones se situaban muy elevadas tanto por las películas previas del director y guionista Brad Bird, sobre todo sus largometrajes de animación El gigante de hierro, Los Increíbles y Ratatouille, como por los estímulos que despertaba un argumento más que sugestivo.

El caso es que las más de dos horas de metraje debilitan en algún momento el ritmo de las imágenes y la historia que se cuenta no es siempre todo lo fascinante que sería de desear, con fases un tanto complejas. Rodada en parte en la Ciudad de las Artes y de las Ciencias de Valencia, un complejo futurístico diseñado por el arquitecto español Santiago Calatrava, su impactante arquitectura contribuye a subrayar los elementos más avanzados de un futuro inquietante.

Consciente de que el origen de la cinta hay que buscarlo en parte en la atracción homónima de Disneyland inaugurada a mediados de los cincuenta en el famoso parque temático de Estados Unidos, que entrañaba una mirada optimista insólita a un futuro que mayoritariamente se contemplaba con abierto pesimismo, el director Brad Bird ha recuperado de forma sustancial ese esquema para adentrarse, especialmente, en una aventura juvenil que presenta los trazos de un relato saturado, eso sí, de incógnitas.

Para ello se vale de dos personajes fundamentales a los que contempla en distintas etapas de su vida. Se trata del niño Frank, un joven soñador, con dotes de niño prodigio que se encamina a un lugar que cree que es el mejor del universo y que está convencido que el mundo será mucho mejor gracias a ese descubrimiento, y de Casey, una adolescente infestada de curiosidad científica. Ambos se apuntan a una misteriosa y peligrosa misión que ha de desvelarles los secretos de un mundo desconocido.