El Archipiélago Chinijo fue declarado parque natural en 1986, dentro de sus áreas de protección además de los islotes también se incluye los Riscos de Famara y parte de las llanuras de Jable de Lanzarote. La riqueza y variedad de especies que atesora este espacio contribuyen en gran medida al mantenimiento de Canarias como una de las regiones templadas del planeta con mayor biodiversidad. Sólo en número de especies de peces, 228, lo que representa el 33% del total de tipos de pescados censados en toda Canarias, la sitúan en un lugar de privilegio como uno de los mayores bancos naturales de variedad marina. 

 

Precisamente para evitar que no se dañara esta riqueza, en 1995 el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación y la Consejería de Pesca del Gobierno de Canarias crean la Reserva Marina de Interés Pesquero de La Graciosa y los islotes. Con esta nueva medida de protección se trata de controlar la sobrepesca, y también contar con medios para luchar contra el furtivismo que se practica en esta amplia zona de mar. 

 

La riqueza de los fondos marinos que rodean este parque resulta fastuosa. Casi como enjambres, los peces de todas las especies se mueven a su antojo por un litoral agreste, pero generoso. Viejas, corvinas, meros, cabrillas, romeros, pejeperros, gueldes, y también langostas y orejas de mar.

 

Cuenta Jeremías Cabrera, el patrón del barco que vigila los islotes, que los furtivos pueden llevarse en un solo día hasta 100 kilos de viejas. Todos saben que estas aguas, las más ricas de Canarias, tienen escasa vigilancia. Apenas un barco, el insigne César Manrique, que con más de 30 años a sus espaldas, tarda mucho más que el resto de lanchas rápidas que se pasean por aquí en llegar desde Caleta de Sebo al islote de Alegranza.

 

Como curiosidad hay que apuntar que la embarcación que vigila Chinijo fue un regalo que el rey Hassan II de Marruecos hizo al rey de España, y después pasó a depender del Gobierno de Canarias. 

 

 A Jeremías se le nota que disfruta con su trabajo, para él ha sido casi un regalo poder dedicarse a esta labor, la de cuidar y mimar al Archipiélago Chinijo. Dice que sin duda aquello es el paraíso: “Cada uno es distinto, Alegranza tiene los jameos y en la parte sur, esa playa de arena rojiza, como no hay otra. Montaña Clara tiene menos zonas de baño, y los Roques, el del oeste tiene un túnel que la atraviesa de lado a lado. Allí fui muchas veces a controlar una pareja de halcones”.

 

Agustín Pallarés, el torrero 

 

Si alguien conoce bien, casi como a la palma de su mano, la vida y misterios que envuelve al Archipiélago Chinijo, sobre todo a Alegranza, ese es sin duda Agustín Pallarés, hijo de torrero y heredero de la profesión que tan feliz hizo a sus padres. Se da la circunstancia que Agustín nació en el Faro de Tostón en Fuerteventura, por lo que tal vez este fervor que siente por esta forma de vida y trabajo le viene de la misma cuna. 

 

Cuando destinan a su padre al Faro de Alegranza, él tiene ocho años. Llega allí a mediados de los años treinta, en compañía de sus hermanos. Entonces, las autoridades de aquella época pensaron que enviar a aquel torrero a aquella isla perdida de Canarias, sería para Manuel Pallarés, militante del partido socialista, su destierro, pero se equivocaron. “Para nosotros fueron días especialmente felices, me acuerdo de todos los libros que pude leer, de todas las aves que sobrevolaban nuestra casa. Mis padres siempre iban de faro en faro cargando con cajones llenos de buena literatura, y de completas enciclopedias y diccionarios con las que aprendimos hasta idiomas”, recuerda. Se acuerda de las obras completas de Benito Pérez Galdós y de las aventuras que imaginó de la mano de Julio Verne y Robert Louis Stevenson. Uno de sus juegos preferidos era recorrer la orilla tratando de encontrar algún objeto valioso que dejara la mar. En una de estas correrías, junto a uno de sus hermanos, descubren una botella que contenía un mensaje escrito en francés, eso lo alentó y acabaron por aprender inglés y francés. 

 

 Lo pasaron tan bien que aún se acuerda de la petición que hizo su hermano Manolo, ahora ya fallecido, y que siempre dijo que cuando llegara el final de su vida, quería que sus cenizas las esparcieran por Alegranza.

 

La situación de la población vecina, sobre todo de los pescadores que vivían en La Graciosa y también en Lanzarote era pésima. Fueron tiempos de miseria, de hambre. Sin embargo, tanto su familia, como la del otro torrero, con el que compartía su padre su trabajo en el faro, no tuvieron que pasar por estas penurias. Cada quince días, si el mal tiempo no lo impedía, llegaba el velero Bartolo con provisiones para los responsables del faro. Además, en la isla había ganado, unas cien cabras y en la zona del Veril también vivía un medianero que plantaba cebada. El pescado era algo que no faltaba nunca. 

 

A los quince años abandona Alegranza, y se va con su familia a Lanzarote, a su padre lo destinan al faro de Pechiguera. Pero allí todo sale mal, y su padre muere. Después de varios intentos y de ejercer distintos oficios, Agustín Pallarés se decide por opositar para la plaza de torrero, siempre con el sueño de poder regresar a Chinijo. El primer destino que le dan y que ocupa durante un tiempo es Teno, en la isla de Tenerife, y por fin en el año 1956 regresa con su mujer y sus hijos mayores para hacerse cargo del puesto de técnico en señales marítimas en el faro de Alegranza.

 

Su conocimiento sobre este islote llega a tal extremo que ha recopilado en un libro titulado Toponimia comentada de la isla de Alegranza nada menos que 121 nombres de aquellos lugares de interés que se encuentran en el islote, desde montañas, a lagos, cuevas, jameos, o ensenadas estratégicas en las que abunda la carnada y las viejas. 

 

Voluntarios

 

Los islotes de Chinijo no sólo son ricos en biodiversidad marina también en el número de aves que anidan entre sus rocas. Desde finales de los noventa grupos de voluntarios, coordinados por el grupo ecologista Adena, se encargan de vigilar que no se produzca la caza de pardelas por furtivos. También realizan la limpieza de todo lo que arrastra la mar y deja sobre la costa. Precisamente durante estos días, los primeros polluelos de pardela comienzan a salir de sus nidos.

 

El Archipiélago se transforma en un mundo aparte, en el que la naturaleza lleva aún las riendas Cuenta el biólogo Alexis Rivera que estas crías, al cabo de los años, regresan a los islotes para poner sus huevos en el mismo sitio donde nacieron. Entonces, la armonía en el Archipiélago Chinijo vuelve a ser casi perfecta.