“Al irse agotando los pastos costeros, los animales emprendían un camino hacía la cumbre que a veces se detenía por un tiempo en medianías. Allí, por el frío, las plantas retrasaban su desarrollo y aún conservaban un buen nivel nutritivo cuando llegaban los ganados. Nuevamente en cuevas, se hacían los últimos quesos de la temporada y se soltaban los machos con la libido en su máximo desarrollo. La producción lechera descendía paralelamente al ardor cabruno, pero los animales seguían en el monte, incrementando sus reservas corporales para la siguiente lactación”.

Juan Capote, presentado en la revista Pellagofio, de Yuri Millares, como investigador del Instituto Canario de Investigaciones Agrarias en Valle de Guerra, Tenerife, resume así el trajín que desde mucho antes de la Conquista embebía durante el año a los pastores en busca de hierbas nuevas para alimentar los ganados. Porque la cabra, según se relata en la misma publicación en boca del pastor palmero Tomás Calero, o Tito el Rubio, “necesita sol, flor y un buen pastor”. Y también de una seca y cálida fonda donde asocarse y dormir. En la parte alta del barranco de Las Goteras, a tiro de apenas un kilómetro de la Cruz del Gamonal, en Santa Brígida, existe un paisaje probablemente inédito para un buen porcentaje de isleños.Resulta una vaguada aparte que extrañamente ha escapado de la potentísima presión urbanística que la rodea por todas partes, la villa satauteña, que aparece en toda su dimensión hacia el oeste, y en la otra banda los territorios de Telde y el sureste, con Gando a vista de telescopio desde sus 700 metros de altitud.

En la cresta que divide un mundo del otro existe lo que se llaman Los Corrales, que forman un pago empotrado en la roca y Cueva de Los Gatos, un conjunto de cavidades que como el primer nombre indica aún mantiene la huella de las bostas de animales, -pero también algunas de origen más humano y que deben datar de una flojera de apenas horas- que ratifican que con Los Corrales nunca un nombre estuvo mejor puesto.Son cuevas, ubicadas debajo de un solapón que actúa de visera, algunas de gran formato que, al igual que amplio repertorio de cavidades de habitación de la Gran Canaria prehispánica también presentan en el suelo sus cazoletas, algunas para servir de apoyo a maderos para dividir las estancias y, en este caso, canalillos también para desviar el curso del agua que rezuma de sus techos. Existe una incluso que aparece con una suerte de pilar en la que se recogía el agua, uno de los pocos ejemplos de abastecimiento in situ en el catálogo isleño. Un agua en casa que aumentaba la confortabilidad de unas estancias de fácil acceso y que hace más de cinco siglos permanecían embutidas en una potente laurisilva, o al menos, en el límite del bosque.

Esta rara dotación se complementa al otro lado del cerro con un aljibe, que hoy permanece enrejado para evitar accidentes y que tras las últimas lluvias tienen un buen fondajo de agua, entre otras cosas porque se aún se sigue utilizando.Como las propias cuevas, si ya no para ganado, sí para echar alguna que otra noche. En la primera del conjunto de Los Gatos se encuentra lo que algún día fue una manta y ahora es un hatillo inmundo. Una gran lata de pintura, con restos de fuego, completan el ajuar de un conjunto arqueológico que se encuentra al oreo y totalmente abandonado.

Este aspecto de alcoba de fortuna no fue así durante los siguientes siglos de la llegada de los europeos y si la trashumancia moderna siguió en su día los mismos pasos que la indígena, era allí donde los pastores provenientes de las cotas bajas de Jinámar hacían su primera noche, tras pasar por Marzagán, apunta el geógrafo Orlando Torres Sánchez, corroborando el contenido de la Guía del Patrimonio de Gran Canaria, editada por el Cabildo y en la que se sostiene “que todavía queda alguno que se acuerda de verlos subir, con mulas y perros, y que no ha olvidado algunas anécdotas de esta famosa noche”.

De allí hasta a cumbre, donde en verano los prados surtían de despensa a los ganados apenas queda un día de distancia, si acaso, subiendo las cabras y ovejas que ya estaban aquí antes que los castellanos, -al igual que los cochinos y los perros-, y que debieron acostumbrarse a otra gama tras la Conquista, con la llegada de la de vacas, camellos y caballos, que complementaron así el paisaje de un bestiario canario que ha ido evolucionando hasta fundirse en la idiosincracia del propio Archipiélago.