Concha de Ganzo

El Cotillo, a simple vista parece un pueblo de tantos, desdibujado, maltrecho. Con las casas más surrealistas de Fuerteventura. Y de pronto sorprende la belleza de su costa. La playa de La Concha es sublime, de postal. El resto del encanto lo ponen, de corazón, los vecinos.

Alguien dijo que no era bueno quedarse con las primeras impresiones, y en este caso acertó de pleno. El traje que luce este pueblo de la costa norte de Fuerteventura resulta grotesco, mal acabado. Como si el sastre encargado de hacer los arreglos hubiera decidido aguarle su puesta de largo. Pero El Cotillo no se rinde, nunca lo ha hecho y sus vecinos, con sus armas y con los dones que recibió de la naturaleza, están dispuestos a demostrar que este pequeño y acogedor pueblo marinero de La Oliva es capaz de vencer a piratas y a marqueses.

Llegas y no ves nada. Como si nada pudiera despertar el interés del visitante. Una amalgama de viviendas, sin orden ni concierto, salpicadas con una amplia colección de señales de tráfico, que insisten en alterar la paciencia, dan la bienvenida. Y al final de la calle, a lo lejos, aparece la quietud de una playa que se recoge sobre sí misma, como una concha perfecta, como esos lagos de película que aparecen en las fotografías de postal.

Arena fina, blanca. El agua clara que invita a quedarse, unas horas, hasta el atardecer. Niños en bañador corren descalzos en dirección al mar. Parejas de extranjeros con tablas de surf van en busca de olas. Sobre las rocas algún pescador aguarda con su caña. Y la mayoría, hechizados por un entorno que no esperan, acaba por sucumbir.

Yolanda González de León es una de esas majoreras que por circunstancias tuvo que irse a vivir a Madrid. Todos los años, casi como quien espera la visita de los Reyes Magos, ella y sus hijos sueñan con volver a su tierra, al Cotillo. Cuando llega no se fija en si hay aceras en mal estado, o si la depuradora, que el entonces alcalde González Arroyo colocó en el centro del pueblo, golpea al paseante con el peor y más pestilente de sus aromas, ella dice que sólo quiere entrar en la casa de sus padres, y abrazar a sus hermanos, a sus primos, al vecino de la esquina, y así pasar el resto del verano, con ese día grande de las fiestas, en las que todos salen a la mar, a calar salemas.

Mar Castañeira mantiene desde hace años una casa en este lugar. Casi cada fin de semana baja de Puerto del Rosario para disfrutar de este entorno de privilegio. Ella se muestra algo más crítica con la situación real del pueblo. Reconoce que "con poco que se hubiera hecho, El Cotillo podría ser un lugar espectacular, pero las malas decisiones políticas lo han convertido en un paraíso abandonado". Lamenta que no se cuide la limpieza, que no se multe a todos los que pasean a sus perros por la playa y que no recogen los excrementos que van dejando sus mascotas y sobre todo, como la mayoría, espera con ansia que se termine por fin la nueva depuradora que se está haciendo lejos del pueblo, en terrenos localizados cerca de El Roque, y que se empezó a construir a finales del año pasado. Cuenta Mar Castañeira que en la larga etapa en la que Domingo González Arroyo fue el alcalde del municipio, "al Cotillo se le trató mal, no sé si era porque en este pueblo no lo apoyaron demasiado, pero no se hacía nada". Además, con el marqués de La Oliva siempre había que tener algo de cuidado: "Si estabas con él te ponía tu trozo de acera, y si no, te quedabas sin ella".

Durante esos años se permitieron muchas construcciones, algunas de ellas permanecen casi metidas en la arena de la playa. Como no existe un plan general, ni plan parcial aprobado, estas viviendas se mantienen en un limbo jurídico que permite a sus propietarios ofrecerlas como suculento alojamiento en un paisaje soñado.

Lo que también hizo González Arroyo fue construir la estación de bombeo de aguas fecales en medio del pueblo. Castañeira apunta a que siempre se ha sospechado que el alcalde tomó está decisión para fastidiar a Cirilo González, el exconsejero del Cabildo. "Le puso la depuradora a 22 metros de su casa, imagínate el pestazo". De hecho, Cirilo González, harto de soportar el hedor insufrible que desprende una instalación como ésta, con una fosa a cielo abierto, puso una denuncia ante la Fiscalía de Medio Ambiente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, en la que reclamó la clausura de la instalación al creer que incumple la normativa.

El exconsejero llegó a exponer en su demanda que el mal olor llega a tal extremo "que me ocasiona dolores de cabeza, náuseas, mareos, teniendo que abandonar la vivienda en numerosas ocasiones". A pesar de estos inconvenientes y ruindades, El Cotillo no se rinde. Sus vecinos se aferran al entorno y a su historia, a esa costa escarpada, con largos espigones naturales que penetran en el mar y que puede verse detrás del Castillo, una fortaleza que se levantó para vigilar a los barcos piratas que trataban de penetrar en la isla. Esa construcción, que hoy todos conocen como la Torre de El Tostón, fue declarada en 1949 Monumento Histórico de Interés Cultural.

Cerca de allí, al resguardo de tormentas y los fuertes vientos, se encuentra el pequeño puerto en el que fondean los barcos de pesca. Sin duda, la mar y sus historias colman una gran parte de las tertulias de media tarde. Sobre todo estos días, en los que ya empiezan a preparar los actos más destacados de sus fiestas, en honor a la Virgen del Buen Viaje. La cita que ninguno quiere perderse. La tradición aconseja que coincidiendo con la luna llena "o con la oscura", debe ponerse en marcha el gran espectáculo que reúne a todos los vecinos: la calada de salemas. En esa jornada pueden recoger más de 2.000 kilos de pescado, que una vez jareados, se degustarán acompañados de gofio amasado con todos los que visiten esos días El Cotillo.

El profesor Andrés Santana define a Fuerteventura como una isla indiscreta. La indiscreción de quien deja todo al descubierto, a la vista. Despojada de boato, de ornamentos y artificios se expone tal cual es. Y ahí llega la trampa, al contemplar de cerca esta tierra, esa aparente aridez, la fuerza salvaje de su costa, el que mira cae rendido. Como en una alucinación comienza a vislumbrar sus colores: los terrosos, ocres, rojizos. Las piedras que pasaban desapercibidas recobran un brillo inusual, las playas más escondidas resultan indispensables y entonces como un majorero más se claudica ante esta belleza discreta.