Cuando el barranco de Guiniguada se estrecha cauce arriba formando La Angostura, que también le sirve de nombre, se entra en la dimensión Medianías, que es cuando la vista se abre a la villa de Santa Brígida en la banda de la izquierda y a la cumbre al fondo. Este fonil sobre el que asienta el puente de La Calzada tiene lo que debe disponer todo lugar trampa, el encerramiento de un veredo para hacer pasar a los malos en fila india y si puede ser tirarles unas buenas toscas y otras cosas de matar. Durante la Conquista, en esa La Angostura hoy atravesada por una carretera y un viaducto, se refugiaron canarios díscolos que no estaban por someterse a los europeos, atrincherados en unas cuevas que en la actualidad están forradas por una gruesa malla de acero para evitar que el morro que las sostiene se desmigaje.

En aquellos trances de dir y venir con recados para hacer rendir a los indómitos se envió a unos religiosos para entrar en negociado. Pero es de concluir que tras pasar a sangre a Gran Canaria los indígenas no estaban por aguantar muchas boberías ni diplomacias. “Y sacerdotes ambos, fueron arrojados de un alto risco (...) sus cuerpos fueron llevados a la sima, y por memoria llaman hoy las Cuevas de los Frailes en Tafira, el sitio onde caieron por aver a el pie del risco algunos zocavones o grutas en escorias de un volcán”, tal y como resume Tomás Marín y Cubas en su fundamental Historia de Canarias, del siglo XVII. Aquellos dos embajadores, que en paz descansen, eran los dominicos fray Diego de las Cañas y fray Luis de Lebrija, del convento de Santo Domingo de Jerez, llegados a la Gran Canaria con el capitán Pedro de Vera.

Pedro Socorro es cronista de Santa Brígida. Socorro, que tiene memoria tipo disco duro, relata a párrafo continuo una retahíla de acontecimientos en torno al lugar, y no deja muerto sin retratar. “Apenas un siglo después” de aquella escabechina, asegura subiendo una ceja, “allí cayeron abatidos el 3 de julio de 1599 muchos soldados holandeses en la famosa batalla del Lentiscal, tras la derrota infligida por las milicias canarias refugiadas en la villa de Santa Brígida”. Desde el puente y con el ojo rumbo a costa se observan tres grupos principales. A la derecha, las cuevas de Los Frailes propiamente dichas, y que ocupan la ladera occidental del volcán de La Caldereta, que se extiende entre los límites de los actuales términos municipales de Las Palmas de Gran Canaria y la villa satauteña; a la izquierda, las del Moro, con una de las oquedades aún funcionando hoy como aljibe a cielo abierto; y a la espalda las de La Angostura; en un complejo íntimamente vinculado con un paisaje que ya de por sí se encuentra bien abigarrado de bancales, palmerales, higueras y árboles de buen porte, al que encima le ha caído estos días de otoño una serie de chaparrones a destajo que ha terminado por culminar una postal colmatada de recursos, y que se debe asemejar en algo al riego permanente que aportaba el Guiniguada, antes del desvío de sus aguas en la cabecera de La Mina, recién finalizada la invasión castellana.

A las cuevas de Los Frailes, según aporta el cronista, se llegó un día del año 1933 el escritor Juan del Río Ayala, que tenía casa en la vecina La Calzada, acompañado del conservador del Museo Canario con ánimo de exploración. Y aquí va el despacho de la gira: “Hemos hallado en el interior de estas cavernas silos y cisternas, hechos para almacenar grano y depositar agua (...) vaciamos una de las cisternas y en ella hallamos varias piezas de cerámica y unas piedras intensamente pulidas (...) Hicimos otras excavaciones en una cueva hallada al lado y a un metro de profundidad aparecieron restos de vasos con la particularidad que junto a ellos había gran profundidad de cenizas o restos de un hogar. En este sitio obtuvimos cinco bruñidores y una piedra de molino intacta (la muela superior)”. Es difícil imaginar para los que hoy transitan por aquella carretera estrecha que en esa pared hoy blindada por el enorme chinchorro de acero colocado para evitar desprendimientos se encontrara semejante trajín, que en investigaciones posteriores, añadieron un uso como espacio sepulcral colectivo.

También en el complejo de El Moro se repiten los silos, aunque en menor medida, y diversas cazoletas excavadas en el suelo, “que se distribuyen en un mismo andén a lo largo de unos 30 metros lineales, expuestas al este”. Socorro aclara que el topónimo es relativamente reciente, “y obedece al momento en el que se construyó el viejo puente de la Calzada a fines de los años treinta del siglo pasado, con un personal que trabajó en las obras mayoritariamente formado por ciudadanos del norte de África y que usaban las cuevas para pernoctar”. Se ve que es un puente pues que da mucho de sí, porque en su posterior reforma en el mes de marzo de 2002, y tras desplomarse un muro que la tapiaba, quedó al descubierto otra cueva más de unos cinco metros de profundidad junto a la entrada del camino a Los Olivos, “con los restos humanos de dos antiguos canarios”. Que el lugar era funcional, en la medida de lo que cabe, lo demuestra que hasta la década de los 60 la urbanización troglodita de Los Frailes permaneció ocupada por familias, eso sí, de una pobreza extrema, en un lugar enclavado en una de las rutas turísticas por excelencia de Gran Canaria”. Esas dos circunstancias motivaron a las autoridades de la época a ofrecerles viviendas baratas a los últimos habitantes, “algunas de ellas en la urbanización que se hizo en la villa satauteña en tiempos del alcalde Pedro Déniz Batista”. El parte histórico lo completan otros frailes, esta vez jesuitas, que levantaron en el lugar su casa de campo en el XVII cerca de las cuevas. De hecho el acceso al pago de Los Olivos todavía se conoce como El Colegio de la Compañía de Jesús.

Por Juanjo Jiménez